Agra

El incomparable Taj Mahal

Agra fue un destino extraordinario. Nada como conocer el Taj Mahal, con su simetría y su romántica historia de amor.

Es otra gran ciudad de la India, caótica con smog, ruidosa, sucia, laberíntica y, al mismo tiempo, fascinante.

Nuestro hotel se encontraba en una arteria principal, frente a la nueva línea de metro que llevará a los turistas hasta su atracción principal. El Grand Mercure era un supuesto cinco estrellas pero el servicio no fue del todo acorde a su categoría. Se sintió como estar dentro de un crucero. Enorme, lleno de americanos, ahora, con amplias habitaciones y una atención bastante poco cortés del personal.

Nosotros habíamos elegido y contratado la que tenía vista pero cuando llegamos ya era de noche y el Taj Mahal no se encuentra iluminado, por lo que debimos esperar hasta la mañana siguiente para verlo.

Subimos a la terraza para una cena de cocina típica india. Para entonces ya empezábamos a tener cierto conocimiento de los nombres de los platos para saber qué pedir e incluso nuestro sentido estaba más afilado. Quizás por eso no nos sorprendió tanto. Insólitamente un mozo nos persiguió para que firmásemos por segunda vez la cuenta, en la sospecha de que habíamos falsificado la firma.

Fuimos a dormir temprano pues la visita de los extranjeros usualmente se hace en la madrugada, para evitar las multitudes pues los locales suelen ingresar adentrada la mañana. Igualmente en India nunca se puede evitar la muchedumbre.

India es sobredosis, sobre todo de personas.

Nos encontramos en el camino con nuestro atento buen Niraj (o Neri, la versión occidentalizada de su nombre). Vestía saco y sombrero, bien particular.

Primero nos dio las indicaciones sobre seguridad para ingresar en el complejo y las recomendaciones sobre las fotos. Superado el control, pasamos por el que fue el antiguo hotel que alojaba los primeros turistas que visitaron esta maravilla mundial, para luego hacer nuestro ingreso por la puerta principal. Fue entonces cuando la figura monumental apareció entre la niebla para sacarnos el aliento, sorprendernos, dejarnos extasiados.

Justo a la hora en que la luz era apenas un naranja que florecía, rasante, un resplandor fugaz entre la silueta de cipreses apareció el sensual espectro de marfil, hipnótico y eterno, ante nuestros ojos.

Se trata de una belleza extraordinaria, muy difícil de describir.

No en vano es una de las siete maravillas del mundo y el monumento más famoso de toda India.

Si bien en Abu Dhabi conocí la gran mezquita Sheikh Zayed, cuyo estilo arquitectónico y decorativo -mediante la ornamentación con incrustaciones de piedras- se inspira en el Taj Mahal, su gracia, encanto y magnificencia resulta descomunal, incomparable, máxime si se considera su antigüedad.

Neri nos contó con entusiasmo la historia de su construcción.

Para intentar simplificar nos la contaba como para un niño, al principio nos pareció raro pero después le dimos la derecha pues con tantos nombres tan difíciles lo mejor era reconocer al “hijo malo”, al “padre del hijo malo” o al “abuelo del hijo malo”, como relataba.

En concreto, el emperador mugol Shah Jahan la mandó a construir -en el año 1631- para honrar la tumba de su amada esposa Mumtaz Mahal, quien murió dando a luz a su decimocuarto hijo. Con el tiempo, cuando quiso empezar a construir la que hubiese sido su tumba, justo enfrente de la de su mujer pero en mármol negro, uno de sus hijos, Aurangzeb (“el hijo malo”) logró poner el pueblo en su contra, al punto de mandar a encerrarlo en el fuerte hasta su muerte. Incluso al visitar los aposentos reales del fuerte, pudimos ver la que fue la residencia de Shah Jahan y los balcones desde donde pudo mirar su fantástica creación hasta su muerte.

Tomó dos décadas de trabajo a cargo de veintidós mil obreros uzbekos, una cantidad incalculable de elefantes y camellos, una elite de constructores al mando de Ustad Lahori, un arquitecto viudo tan dolido como el emperador.

Ingresamos al recinto luego de descalzarnos, oportunidad en la que además debimos ponernos unos especiales calcetines con el intercambio de rupias de rigor.

No hay punto del monumento donde no se rompa la simetría, excepto uno: la propia tumba del sultán, puesta allí por Aurangzeb, a la izquierda de la de su madre.

Las tumbas de la preferida y del rey se encuentran una al lado de la otra. Sí su interior es muy bonito, pero lo que sorprende -realmente- es la delicada figura arquitectónica de su exterior.

Sólo se puede permanecer tres horas en el complejo, por lo que fuimos eficientes y luego de la explicación de Neri, tuvimos una media hora para tomar las fotografías tratando de sortear la multitud.

La tumba es el centro de un gran complejo que incluye también una mezquita y enormes jardines, en el que destacan los diseños de tradición indoislámica, mezclados con elementos de la arquitectura mugol.

Luego de la impactante visita, regresamos al hotel para un desayuno indio. Si bien había opciones occidentales, ya para esa etapa del viaje nos habíamos amigado con los picantes por la mañana, por lo que ordenamos la dosa. Se trata de una especie de panqueque crocante, que en su versión rellena, tiene vegetales bien condimentados con aderezo de coco y tomate. Como el buffet del Grand Mercure contaba a la hora del desayuno con un puesto en el que preparaban en el momento los pedidos, terminamos ordenando una versión occidental de dosa, rellena con queso y tomate pero sin condimentos, ni especies, ni picante. Fue un acierto.

Al opíparo desayuno le siguió un pequeño descanso para salir nuevamente rumbo al Fuerte Rojo de Agra, lleno de bellos jardines, salas y pabellones reales, allí donde permaneció retenido el padre del hijo malo tras ser vencido.

Como en casi todos los fuertes, una cantidad enorme de turistas de localidades más pequeñas pidieron sacarse fotos conmigo. Esta vez un montón de niñas que estaban de viaje de estudios, al principio tímidamente, pero luego de a montones, pidieron la selfie. Era sentirse como una rock star. De no creer.

Las visitas continuaban. Era turno del mausoleo Itmad-ud-Daulah también llamado “Baby Taj”, otra exquisita construcción en mármol con piedras incrustadas en la que descansan los restos de la madrastra de Shah Jahan.

Entrada la tarde nos dirigimos al Sunset View Point, justo frente al Taj, del otro lado del río Yamuna, para disfrutar un glorioso atardecer.

El sol, erigido como una bola de fuego, se disponía a poner al costado del río mientras una encorvada pastora recogía leñas, otros pastaban a sus cabras y los turistas se iban agolpando para disfrutar el ocaso frente a la postal del Taj Mahal.

Hay dos alternativas de miradores, el más recomendable era -increíblemente- el más económico, pues contaba con mejor vista. En el camino es el que se encuentra al final.

Para llegar hasta allí, ya el cansancio se empezaba a sentir por lo que tomamos un rickshaw para aliviar la caminata.

En la noche, agotados, regresamos al hotel, donde disfrutamos de una vista a la distancia de la romántica tumba. Optamos por no cenar, tras el enojo vivido con el mozo la noche anterior.

Al día siguiente nos esperaba un viaje de unas tres horas por autopista hasta Delhi para tomar un avión a Varanasi. Si bien Helena había insistido en la versión en tren hasta la ciudad sagrada, luego de ver videos en youtube e investigar un poco, habíamos tomado la decisión de hacerlo de un modo menos conveniente pero más cómodo y así lo hicimos.

Durante esas largas horas hasta llegar al siguiente destino, coincidimos con el señor @tripticity_ en la plenitud que ambos sentíamos tras haber conocido en primera persona el Taj Mahal, pues no hay foto que iguale la fortuna de presenciar su belleza.