Salar del Hombre Muerto y Mina Incahuasi
Un recorrido con historia
Partimos temprano desde Antofagasta de la Sierra rumbo al Salar del Hombre Muerto junto a Juan Carlos Vázquez, el baqueano catamarqueño que nos guió durante todo el recorrido.
La fauna se hizo presente ya desde el inicio, cuando dos ágiles suris que tomaban sol se sorprendieron con nuestra presencia y empezaron a correr a la par de la 4x4, por supuesto con una velocidad impresionante.
En la peña Colorada, una aislada casita de adobe nos resultó inverosímil. Íbamos ya por la ruta provincial 43, en la que solo circulan camiones y vehículos de las mineras. Una recomendación: en estos caminos de ripio es preferible hacerse a un costado y dejarlos pasar pues pueden levantar piedras y romper el parabrisas. En concreto, es preferible perder medio minuto y darles prioridad.
La primera parada fue en el río Punilla, un curso de agua pequeño, un hilo que corre entre la verde vega. Allí, Juan Carlos nos contó que los locales pescan unas exquisitas truchas.
Luego empezó el ascenso. En Paicuqui comenzamos a meternos entre los cerros, no sin antes tomar la foto de su mirador a 3700 metros sobre el nivel del mar.
En el camino, nos asombraron las laderas, llenas de irus o tolillas y de formaciones rocosas erosionadas, cenizas volcánicas del Galán.
A los 4000 metros sobre el nivel del mar ya aparecieron las vicuñas, ese es su hábitat ideal. El río Punilla las atrae pues beben su agua fresca.
Continuamos rumbo al Río Punta Negra desde el que pudimos contemplar el Galán en todo su esplendor y al sur las hermosamente nevadas serranías de Laguna Blanca.
A nuestra izquierda, se presentó el flanco oriental de la sierra de Calalaste, la que habíamos visitado tiempo antes en nuestro primer viaje al norte de Catamarca.
Ya para los 4400 metros sobre el nivel del mar desaparece toda vegetación, en realidad solo sobrevive un pasto imperceptible que crece con las lluvias de la primera, es el alimento preferido de las vicuñas.
También nos impactó ver viejos pasos, huellas, donde hasta hace un siglo pasaban los arrieros que llevaban mulas hacia San Carlos y los Valles Calchaquíes.
Todo era aridez y soledad, típico paisaje ondulado puneño de altura.
Fue entonces cuando Juan Carlos tomó otra leve huella para adentrarnos en la Laguna de Caro. Tras pasar más casas abandonadas de puesteros, bajamos al salar entre roca de ceniza volcánica negra, parecida a la del Volcán Carachi. Había burros, vicuñas, suris, flamencos, parinas y muchas otras aves. Tratamos de ser cautelosos y silenciosos para no perturbarlos, mas salieron disparados. Allí Juan Carlos nos explicó que muy pocas personas llegan a esa laguna y que por eso la fauna no estaba acostumbrada a nuestra presencia.
Continuamos camino, atravesando un enorme campo amarillo teñido por las pasturas doradas mezcladas con el negro de las piedras, rumbo al Salar del Hombre Muerto.
Su nombre, dice la tradición, se debe a la muerte de un alemán que allí murió cuando cruzaba la puna. Había perdido su barco en Buenos Aires y llegó al Norte para volver a bordo cuando llegase al puerto de Antofagasta, en Chile. Una tormenta de viento blanco truncó sus sueños para siempre.
Antes de llegar, visitamos las ruinas de la Mina Incahuasi. Se trata de una mina de oro prehispánica, con socavones e incluso una edificación de su primer campamento que luce como un oratorio. Se trata de la capilla de la Virgen de Loreto que funcionó hasta hace unos sesenta años, cuando fue abandonada la mina. La imagen de la virgen fue trasladada al pueblo y hoy se encuentra en la iglesia frente al pueblo.
Las lajas forman esqueletos de la vieja estructura.
Luego, con suma habilidad, Juan Carlos bajó hasta el salar por un rocoso y empinado surco que, debemos reconocerlo, nos quitó el aliento.
Las estructuras de piedra abandonadas resultan movilizantes. Te inducen a comprender la dificultad de la vida en ese desolado y crudo rincón, lo que se acentuó aún más tras pasar por el costado del centenario cementerio, en donde una veintena de tumbas resisten al olvido con sus cruces oxidadas.
Tras la visita, salimos hacia lo que era la escuela La Aguadita, en la que hoy funciona un quiosco, el de Liliana Castillo. Es el puesto que abastece a los mineros que transitan la zona.
Allí encontramos a un suri con sus pequeñas crías.
A continuación, pasamos por el campamento Fénix cuya explotación está a cargo de Liven, la minera que explota el litio, para acercarnos a la laguna del salar. Su color es sorprendente, de un verde turquesa, súper intenso. Mientras avanzábamos, íbamos bordeando los caños en los que se transporta la salmuera de litio.
A lo lejos, en las cumbres calchaquíes, caían rayos con furia, completando el increíble paisaje. Las vicuñas y burros de allí, súper acostumbrados a la presencia del hombre por la actividad minera, se mostraban confiados y apacibles.
La laguna se nutre de las aguas del río Los Patos que allí desemboca, por eso la actividad minera tan intensa pues se cuenta con agua permanente.
En el camino de regreso, la lluvia ya se había acercado, pero igual hicimos la parada en el mirador del Cañón de Punta Negra para encantarnos con su vista panorámica, tanto como el de la cima del Nevada del Cerro Beltrán, tras atravesar el aguacero con fuerte viento que le daba otra forma de salvaje belleza al recorrido.
Al llegar a Antofagasta de la Sierra, antes de descansar en nuestro cómodo alojamiento Pueblo del Sol, nos deleitamos con la propuesta del Comedor Suyay (esperanza en quechua) de Patricia y Elizabeth, una tucumana y una salteña, quienes decidieron brindar a los turistas opciones de comida regional y vegana.
Esa noche nos aprestamos para el tour del día siguiente al majestuoso Volcán Galán y la impresionante Laguna Grande con su infinidad de flamencos.