Cartagena
Calor y color
@tripticity_ había visitado la ciudad en un viaje hace más de quince años, antes de un vuelo a San Andrés para disfrutar unos gloriosos días de playa en familia. La recordaba por su arquitectura de arcoíris y su clima caribeño, sus edificios históricos, por su muralla y por sus arepas.
Por ello, volver allí junto al señor @tripticity_ fue un regalo del destino. Por aquellos años no me imaginaba nunca perdiéndome por sus calles junto a él, disfrutándola, disfrutándonos.
En aquel viaje habíamos pasado la noche de Año Nuevo en el barrio antiguo y aún recuerdo cómo todos sacaban sus mesas a la calle para empezar el nuevo año al aire libre, en plena unión vecinal. Pues años después, en el itinerario de un crucero por el sur del Caribe, volví a Cartagena de Indias.
En la madrugada el barco se acercó lentamente, lo que nos permitió tener, desde la comodidad de nuestro balcón, una primera gran panorámica de la ciudad.
Desde el puerto hasta las cercanías del centro histórico, un viaje en Uber toma unos veinte minutos, pero hay que tener en cuenta que en las horas de mucho tránsito la demora puede hasta duplicarse, pues son bien angostas sus calles y demasiados los autos. Ni qué hablar cuando llega un crucero.
Iniciamos nuestro recorrido a pie desde el Hotel Real Armería, justo frente al puente Román, para perdernos por las callejuelas de Getsemaní, el característico barrio bohemio hoy convertido en centro de hostels, bares y restaurantes para turistas. Sus pasadizos angostos conservan los nombres históricos al igual que en la ciudad amurallada. Los más divertidos y vivaces son -quizás- el Callejón Angosto, la Calle del Espíritu Santo o el Callejón Ancho. Sus fachadas antiguas, restauradas con colores y murales, más los colgantes de techo a techo, sea con banderas de países o la propia de la ciudad, más la música que emana de los innumerables barcitos a la calle, los convierten en festivos y únicos. Visitamos estos pasadizos cuando era temprano en la mañana por lo que pudimos recorrerlos en relativa tranquilidad, pues a medida que transcurren las horas se van llenando de más visitantes.
Desde allí hicimos una corta caminata hasta la Plaza de la Paz, para ingresar a la ciudad amurallada por la Torre del Reloj.
La ciudad amurallada fue la que convirtió a Cartagena en el destino turístico por excelencia de Colombia. Repleta de turistas, de vendedores ambulantes con sus carros cargados de dulces o de exóticas y aromáticas frutas, de artesanos ofreciendo sus trabajos, unos muy pocos auténticos y otros muchos de clara manufactura china, aunque todos dispuestos a montar el gran show para los visitantes.
Ya en la ciudad amurallada, erigida en el siglo XVI, por más que era temprano en la mañana todas sus callecitas estaban repletas de turistas. Además del nuestro, otro crucero había amarrado ese día en su puerto.
A pesar del gentío, disfrutamos de sus plazas, de sus calles de adoquines, de sus coloridas casonas coloniales, de sus balcones e -incluso- hasta de sus vendedores de baratijas. Al principio los sentimos un tanto molestos, tanto casi como los mosquitos que quisieron entorpecer nuestro recorrido, pero decidimos a éstos últimos repelerlos con Off y a los primeros simplemente casi tanto como obviarlos. Aunque suene de poca sensibilidad social, la única manera de poder visitar Cartagena es sortearlos después de un educado “no, gracias” con la justa indiferencia, cosa de que entiendan que uno no tiene un mínimo interés en su oferta. De otro modo, pueden acompañarte por un largo rato presionándote para concretar la compra.
Luego nos dirigimos a la recova de los dulces típicos colombianos, en la que cada puesto ofrece sus manjares, quizás el más peculiar el de coco que es sazonado con diferentes sabores como el dulce de leche, el caramelo o el tamarindo.
A continuación nos sacamos la obligada foto en la fachada del santuario de San Pedro Claver, para luego llegar hasta la muralla y tomar la siguiente postal en algunos de los baluartes que se conservan. De camino, nos asombró el trabajo de una artesana con paja toquilla, en particular unos aritos redondos, bien livianitos, pero dudamos sobre la compra, quizás por lo abrumados que estábamos ante tanta oferta de los vendedores.
Una corta caminata hasta la Universidad de Cartagena para visitar el busto de bronce que celebra la vida del autor del “Amor en tiempos del cólera”. Es que en el patio central del Claustro de la Merced se encuentran las cenizas del escritor Gabriel García Márquez, premio Nobel de Literatura de 1982.
El próximo stop era en donde la Gertrudis, para admirar la icónica escultura de Fernando Botero en la esquina de la Plaza de Santo Domingo. Una gorda orgullosa, de curvas pronunciadas y desnuda, todo un símbolo de mujer empoderada. Justo frente a la plaza, la iglesia del Convento de Santo Domingo, que data del siglo XVI.
Desde allí nos dirigimos hacia la Carrera 7 para pasar por la fachada de la casa del genio García Márquez, y luego a la Plaza San Diego. El calor se hacía sentir por lo que era hora de un stop. Las opciones para un tentempié eran totalmente opuestas, o bien tomábamos algo en el lujoso Sofitel Legend, Santa Clara Cartagena, o nos jugábamos por el pan de queso tradicional. Considerando que durante nuestra visita a la Ciudad de Panamá ya nos habíamos alojado en su gemelo de Casco Viejo, la decisión era obvia, debíamos ir por lo popular. Por eso, caminamos de regreso por la angosta callecita para visitar El Pandequeso, un excelente puestito de venta de las distintivas variantes de pan con queso. El local no tiene más que dos o tres mesitas, es más una venta al paso, cual un “to go”, que un lugar para sentarse, pero siempre la buena fortuna nos acompaña, por lo que justo se supo desocupar una para poder disfrutar tranquilamente del exquisito pan colombiano, mientras retomábamos energía. Probamos no solo el pan de queso tradicional, sino también la versión recargada con mozzarella, junto a dos bebidas sodas, la Kola Román y la Colombiana. Simplemente exquisito.
El descanso sirvió para convencerme de que esos aritos artesanales debían ser míos, por lo que volvimos hasta el muro lateral de la iglesia San Pedro Claver en su búsqueda y, en verdad, eso nos tentó a caminar por el paseo de artesanos, justo al lado de la muralla, donde otra compra se concretó. Esta vez, una pequeñísima carterita en una especie de rafia gruesa.
Luego regresamos por el barrio de Getsemaní, más no podíamos despedirnos de Colombia sin tomar el más famoso de sus cafés, el de la franquicia Juan Valdés. El calor era terrible por lo que elegimos el tinto, bien helado.
Antes de ingresar al crucero, visitamos el alegre puerto, que cuenta con un aviario superlativo. Así pudimos ver muy de cerca pavos reales, guacamayos de las más variadas combinaciones en azul, amarillo, rojo y verde, más otras aves exóticas. Nos sorprendimos con la belleza del color de las plumas. También vimos osos hormigueros y a divertidos monitos que trepaban los árboles, haciendo escenas fotogénicas para los visitantes. E incluso, bien arriba en las ramas, un perezoso formaba parte del montaje.
Más adelante, unos elegantes flamencos hicieron el regreso al crucero. De un rosa intenso, bien distinguidos caminaban para nuestra admiración. Nos recordó nuestro viaje a Catamarca, cuando decidimos conocer el Volcán Galán y la Laguna Grande, en la que habitan decenas de miles de migrantes flamencos. La versión caribeña de estas bellísimas aves es incluso de un color aún más intenso.
Así, con toda esa fauna caribeña despidiéndonos subimos a barco, el que zarpó de inmediato, ofreciéndonos una postal de ese glorioso atardecer con el skyline de Cartagena de fondo, mientras disfrutábamos, después de seis horas frenéticas e insuficientes, de una pizza con pepperoni y una italianísima cerveza Peroni.