Bonaire
Un día de muchísima suerte
Llegamos al amanecer en el crucero que recorría el Caribe Neerlandés, o sea Aruba, Bonaire y Curazao. El primer destino era la B, Bonaire.
Ese domingo de enero, al bajar en el puerto, muy bien preparado para los arribos de cruceros, las tiendas aún se encontraban cerradas. Es que llegamos cerca de las siete de la mañana y ni bien se pudo decidimos desembarcar, cosa de evitar la multitud.
Caminamos por la desierta calle principal, bien colorida y prolija, hasta acercarnos al puesto del water taxi para cruzar hasta Klein Bonaire. Se trata de un viaje en lancha de unos veinte minutos hasta la isla justo frente al puerto; un paraíso natural ya que mantiene el status de reserva, lo que asegura el estado más puro de la playa y del mar, tanto como sus “habitantes”: solo la fauna característica. De hecho, al llegar, nos armamos un pequeño refugio para protegernos del implacable sol caribeño o de los chubascos cuando se nublaba, bajo la tupida vegetación a pocos metros del agua, y no pasaron ni unos minutos que lagartijas, caracoles y distintas aves empezaron a desfilar a nuestro lado.
Las grises y cargadas nubes descargaron unas gotas, pero la lluvia no duró más que unos minutos, por lo que el resto de esa mañana disfrutamos en la playa No Name, aprovechando la fresca y cristalina agua del Caribe en su versión más turquesa.
Lo que quizás más nos sorprendió fue la cantidad de caracoles de mar; moluscos de muy lento movimiento con caparazones bien vistosos andando de aquí para allá en la arena, casi sin percatarse de nuestra presencia.
Bonaire es el paraíso mundial para hacer buceo pues está rodeada de una barrera de coral que genera un impresionante ecosistema. Otra opción más accesible es la del snorkel.
Pasó tan rápido la mañana entre chapuzones en el mar que cerca de las dos de la tarde decidimos tomar el water taxi de regreso a Kralendijk, capital de Bonaire. El nombre es una deformación de la palabra neerlandesa koralendijk que significa arrecife de coral.
De regreso al puerto, el marinero de nuestra lancha, de veinticinco dólares los dos viajes, tomó un desvío para buscar a su colega justo frente al hotel donde ese día se hospedaban los reyes William y Máxima. Los miembros de la corona se encontraban de visita oficial en el Caribe Holandés. Las cosas del destino quisieron que esa demora nos permitiera conocer a Roderick.
Es que al llegar al puerto e intentar tomar un tour para conocer el sur de la isla, ya no habían cupos disponibles. Los stands de promoción estaban cerrados para esa hora, tres de la tarde. Tampoco había taxis disponibles.
La única opción era pasear las últimas cuatro horas de escala por el pequeñísimo centro de Bonaire, quedándonos sin conocer la fascinante historia del sur, la más significativa de la isla.
Un coordinador del crucero nos dijo que a esa hora ya todo era imposible. El único taxista se disculpó pues ya volvía a casa.
Pero si algo le sobra a @tripticity- es determinación. Por lo que al ver llegar una chiva fun, un colectivo viejo decorado y pintado que hace tour a los europeos, se acercó al conductor y le consultó sí sabía de algún operador.
Las palabras de Roderick fueron dame un minuto y te ayudo.
Hasta allí nada diferente… pero no pasaron ni diez minutos que el súper amable Roderick empezó a caminar de un lado a otro en el puerto, buscando alguien que esté dispuesto a hacernos el recorrido.
En un momento nos consultó si podía ser en español pues hasta entonces habíamos estado hablando con él en inglés. Sucede que en estas islas caribeñas todos hablan al menos cuatro idiomas: el holandés, el inglés, el español y el papiamento (la lengua local que no es sino un mix con el idioma de los primeros pobladores). Al responderle que sí, que éramos argentinos, nos llevó directo con Joel, su amigo, quien por los mismos veinticinco dólares que cobraban los tours nos hizo el recorrido.
Paréntesis: ¡cuánto habla de un lugar la predisposición de su gente cuando le pedís ayuda!
En este caso, la amabilidad, desinterés y compromiso de Roderick nos sorprendió y nos hizo apreciar aún más la belleza de la isla, pues no solo nos resolvió la cuestión del tour sino que nos permitió conocer a Joel, un venezolano instalado en Bonaire hace cuatro años, por la difícil situación de su país. Roderick es, además de operador turístico, jurado del concurso Miss Bonaire y escritor, y como supimos después, un ser humano colosal, de gestos extraordinarios.
Durante todo el recorrido, Joel nos fue contando su historia de vida, los avatares de su condición de migrante, las dificultades de la discriminación y las gracias a la vida por haberlo conocido él también a Roderick, quien en su altruismo lo ayudó tras ser deportado. Historias como estas, contadas en primera persona, gracias a la coincidencia en las circunstancias más inimaginables, son las que conmueven a @tripticity_ y quizás las que más disfruta. Incluso más que el paisaje soñado de playa de esa mañana en No Name Beach.
¡Para siempre, gracias Roderick y Joel, gracias Bonaire, y ojalá algún día visiten el norte argentino para que podamos retribuir su amabilidad!
Pues bien, junto a Joel iniciamos el recorrido de aproximadamente una hora y media. Primero pasamos por las salinas de color rosado y el puerto de sal, donde se cargan los barcos con la producción de la única industria de la isla a excepción -lógicamente- del turismo. El lago que forma las salinas también es el hogar de flamencos rosados.
Luego conocimos las conmovedoras casitas de los esclavos y los obeliscos. Construidos alrededor de 1850, aún época de esclavitud, estos pequeñísimos y rudimentarios refugios eran habitados por los peones que trabajaban en la extracción de sal. Además, cuatro obeliscos cada uno con los colores distintivos de los Países Bajos (naranja, rojo, blanco y azul) eran usados para señalizar a los barcos el lugar de entrega de la sal.
A continuación, el primer faro de Bonaire del año 1837. Y por último, la playa Sorobon, para luego regresar hasta el centrito y hacer un paseo final por la arteria principal de Kralendijk antes de subir a nuestro crucero, el que nos llevaría al día siguiente a la vecina Aruba.
Una vez en la cubierta doce de la popa, en el Garden Café, mientras disfrutábamos nuevamente una pizza de pepperoni y una cerveza italiana, nos despedimos de la bella Bonaire, mientras el crucero partía en un tremendo atardecer.
Esa noche brindamos por Roderick y Joel, y por el destino que nos llevó a conocerlos.