Aruba
Playas admirables y arte urbano
Al aproximarnos al puerto de la isla, desde nuestro balcón del crucero, ya advertimos su colorida arquitectura.
El lema de Aruba es el de isla feliz, y en efecto es el destino de playa por excelencia de las ABC. Hacia el norte todo el distrito costero está repleto de resorts y hoteles de alta gama.
Ni bien el barco amarró en el puerto de Oranjestad bajamos y nos dirigimos a la terminal de Arubus, justo frente al puerto, para tomar el transporte urbano hacia la zona de playas. Allí nos informaron que un potencial paro de los conductores podría suceder al mediodía.
Si bien la moneda que rige es el florín de Aruba, en toda la isla se recibe el dólar. Así compramos nuestra tarjeta para dos viajes a diez dólares por persona y tomamos nuestro bus, cuyo recorrido sigue la vía costera hasta Eagle Beach.
Era temprano en la mañana y aún había poco movimiento. Primero visitamos los árboles fofoti, al final de la playa, justo frente al Amsterdam Manor Beach. Estos exóticos árboles crecen en la playa apuntando al suroeste por obra del viento. Son todo un atractivo de la isla. Allí también los agujeros de las rocas generan divertidos chifletes o sopladeros cuando las olas impactan en la costa, igual que en el Hoyo Soplador de la isla de San Andrés (Colombia), que visité junto a mi familia años atrás.
La flora caribeña es exuberante, mas en Aruba -por su clima seco y ventoso- tiene varias particularidades, como la coexistencia de cactus y cardones. El agua celeste y cristalina de la playa Eagle, con su arena súper fina y blanca, nos tentó para tomar baños en el mar, aun cuando las nubes iban y venían amenazando con chaparrones que nunca llegaron.
Disfrutamos hasta el mediodía del relax de la playa, para luego regresar a la zona de la terminal de cruceros pues el interés de @tripticity_ es siempre más cultural. No queríamos quedarnos con la típica postal que Aruba ofrece a los turistas de su distrito hotelero. Queríamos conocer más allá de eso, lo auténtico, lo local. Y la inmensa tarea de investigación previa a cargo del señor @tripticity_ había despertado la atracción de conocer San Nicolaas, la segunda ciudad más grande de Aruba, ubicada a diecinueve kilómetros al sureste de Oranjestad, cerca de la más importante refinería del petróleo.
Al llegar a la terminal, para nuestra fortuna el paro había sido cancelado, por lo que sin problema y solo con alguna demora, tomamos entonces un nuevo Arubus, por otros diez dólares ida y vuelta, que raudamente se dirigió a la Ruta 1 para un viaje de cerca de una hora hasta San Nicolaas, pasando por el popular barrio Dakota.
El destino prometía una muestra al aire libre de arte. Ni bien llegamos, el sol rajaba la tierra y se podía ya advertir el movimiento de policías pues ese día se encontraban los reyes de Holanda de visita oficial. Paseamos por el distrito perdiéndonos entre las calles Theaterstraat y Caya Dick Cooper, para descubrir en cada muro excelentes muestras de street art, pero debimos hacerlo un tanto rápido pues por aquella visita oficial la circulación podría verse afectada y en las islas del Caribe son contados los accesos a los puertos, y al viajar en crucero es fundamental llegar en horario para no perderlo y convertir el viaje en una pesadilla.
Esa caminata entre el colorido arte de San Nicolaas fue suficiente para saciar nuestra sed de cultura. Además fue toda una oportunidad para conocer la otra Aruba, la más auténtica, la de sus pobladores originarios. De hecho en la estación de buses, a la espera del nuestro, esa calurosa siesta de enero compartimos banca junto a locales que hablaban en papiamento, su lengua creole de las ABC, por lo que apenas entendíamos un poquito de su conversación.
Una vez en el Arubus, su conductor advirtió nuestra absoluto aspecto de turistas fuera del contexto cotidiano, por lo que cuando pasábamos por el punto más alto del recorrido -en Schaepmanstraat- detuvo un momento el bus para indicarnos que lo que se veía del otro lado del mar era Venezuela. En efecto, el cerro Santa Ana de Paraguaná, que se ve clarito desde ese alto de Aruba, pues la isla se encuentra a unos veinticinco kilómetros del continente.
Otra vez ya en Oranjestad paseamos por el centrito comercial, un mercado de baratijas y recuerdos con la leyenda Aruba One Happy Island, puestitos que se ubican justo frente a los comercios más sofisticados de joyas, relojes y moda, como el Royal Plaza Mall, de clara arquitectura holandesa.
Sin quererlo, para cuando regresábamos a nuestro crucero, frenó el tranvía del Renaissance Mall y @tripticity_ no dudó en tomarlo. Se trata de un cortísimo paseo en el reacondicionado vagón antiguo que pasa por el Museo de Arqueología de Aruba para llegar hasta el topísimo centro comercial y luego de unos quince minutos emprende el corto regreso hasta el puerto. Bien entretenido, lleno -por supuesto- de turistas, fue el último paseo en la isla.
Pero -en verdad- nos quedaba disfrutar el atardecer desde un divertido velero. Habíamos contratado el tour, muy poco convencidos, quizás solo pues no queríamos dejar de utilizar el crédito de cincuenta dólares que venía con nuestro paquete del viaje. Sin embargo la desconfianza pronto dio paso al entusiasmo, pues el destino quiso que ese atardecer fuese glorioso, majestuoso, simplemente impresionante, tanto como el que vivimos en el Índico junto al señor @tripticity_ en nuestra luna de miel en Maldivas. Puestas del sol ambas sobre la inmensidad del mar, cambiando colores el cielo, las nubes y todo alrededor.
Al regresar al barco, nos dirigimos al bar O`Sheehan, de estilo irlandés. Pedimos unos nachos y hot dogs y brindamos con prosecco y un aperol spritz por ese atardecer y por la fortuna de haber conocido las ABC holandesas.