Utama Tilcara
Taller de artista en la Quebrada
En muchas de las escapadas de @tripticity_ por el norte argentino vimos la obra de Emilio Haro Galli, pero fue la primera visita a su taller en la Banda Grande, en Cafayate, que nos convirtió para siempre en sus más fieles admiradores.
En esa oportunidad, fue su hijo Huayra quien nos hizo de anfitrión y nos contó de sus andanzas de vida, ya que por la pandemia de coronavirus hacía dos años que Emilio no salía de su otro taller, en las afueras de Tilcara.
Quizás por eso la siguiente travesía de @tripticity_ tenía un rumbo fijo: la Quebrada de Humahuaca, para poder conocer en persona a este ilustre personaje del arte y la bohemia norteña.
Al igual que el de Cafayate, su atelier en la provincia de Jujuy también lleva por nombre Utama. Allí vive y trabaja en compañía de sus perros y un cariñoso gato de nombre Manchita, el que no dudó en treparse a mis brazos pidiendo mimos y luego manchó -para siempre- el pantalón del ayudante y chofer de @tripticity_ al asentar sus patitas cargadas de óleo. Es que las mascotas se movían a sus anchas por las obras, mordiendo los pinceles, pisoteando las pinturas frescas y las paletas y hasta peleándose sobre ellas, para luego retornar mansos en búsqueda del cariño de los visitantes, en plena charla con el artista.
Llegamos al atardecer, mientras él disfrutaba de su comida fuerte del día, un guiso de papas y huevos de campo junto a un infaltable tinto cafayateño.
Así, hablando de lo cotidiano, empezó el intercambio de anécdotas.
De a poco, la conversación fue girando a su pasado. Fue allí cuando nos relató sus primeros pasos como artista, a los trece años, edad en la que ya supo que sería pintor: la educación tradicional no era lo suyo.
Su determinación lo acompañó para sostener tal decisión, mientras su querida abuela le auguraba el fracaso. ¿Habrá sabido lo errada que estaba?
El éxito que acompañó la vida de Emilio quizás tenga mucho que ver con sus aventuras y sus experiencias forjadoras. O quizás fue a la inversa, el arte lo llevó a vivir con intensidad y sin estructuras.
Luego nos narró sus años de transgresiones tanto en Latinoamérica como en Europa, de las noches en el viejo boliche Balderrama, en donde compartía interminables tertulias con los próceres de la cultura salteña y argentina. Fue divertido cuando nos contó las insólitas ventas que hizo a locales y extranjeros; en particular, esa primera hecha en ocasión de la Serenata a Cafayate en la que -joven y aún poco conocido- empezó a pintar en vivo y fue un bodeguero, el Chavo Figueroa, quien adquirió esa ópera prima. El conocido enólogo, décadas después, lo visitó a Emilio y dispusieron un intercambio de esa joven pieza por otra contemporánea.
Luego de acompañarlo en su cena, nos invitó a recorrer el caótico universo de sus creaciones; de esos lugares insólitos propios de un gran artista con infinidad de recuerdos y tesoros.
Antes de partir, cuando le conté a Emilio que el viaje lo hacíamos con motivo de mi cumpleaños, se levantó, buscó entre sus dibujos y me regaló una obra de un colorido puneño ejecutando un sikus. ¡El mejor obsequio de un atardecer memorable!