Trevelin
Huellas galesas en el Sur
Es un oasis verde en plena Patagonia, hoy pujante gracias a una de las más significativas comunidades galesas asentadas en América a principios del siglo pasado, y que aún conserva muchos rastros de esos duros años. Descubrirlos implica tomar conciencia del tesón y la valentía de aquellos inmigrantes.
Trevelin se escribe sin tilde y debe pronunciarse como una palabra llana, es decir acentuando la segunda "e". En galés significa “pueblo del molino”, pues esa fue la principal ocupación de sus primeros pobladores, aunque en la actualidad más se la relaciona con los tulipanes. Sucede que allí se cultivan bulbos de ese particular capullo, en varios colores, por lo que durante el mes de octubre, cuando sucede la floración, el campo se tiñe de colores bajo las radiantes nieves de la cordillera de los Andes.
El resto del año Trevelin ofrece interesantes, muy interesantes atracciones. Para honrar la tradición, las dos casas de té que la evidencian en términos de riquísimas tortas e infusiones son Nain Maggie y La Mutisia. Una tarde saboreando las típicas delicias galesas es sin dudas un plan impostergable.
Otro imponente tesoro se conserva en el Museo Histórico Regional, que funciona en el antiguo edificio del Molino Andes. Contiene un rico y encantador testimonio de la vida cotidiana y rural de los colonos, su integración con las comunidades originarias, su apego afectivo con el Gales natal y el compromiso de honor con la Argentina.
Resulta admirable el excelente estado de conservación de las maquinarias agrícolas, de los enseres cotidianos, de las vestimentas típicas, del valioso mobiliario.
Especial atención nos llamó el certificado de relojero, la máquina de escribir de una sola tecla -liviana y portátil, casi como una tablet de principios de siglo-, los primeros lavarropas industriales americanos, el torno del odontólogo, la gigantesca trilladora de Michigan… por nombrar solo a algunos.
Desde el último piso, donde se montan exposiciones temporarias, se obtiene además una linda vista panorámica.
Sin un centro bien definido, la postal característica de Trevelin es el dragón rojo “Y Ddraig Goch”, símbolo de Gales, que da la bienvenida al visitante al “Cwm Hyfryd” (Valle Hermoso), en la redonda plazoleta central de entrada al pueblo.
Unos kilómetros antes del acceso, en el Establecimiento Hisashi encontramos las cerezas más deliciosas. Adolfo Kikuchi y su esposa Norma decidieron hace unos años plantar cerezos en el campo que habían adquirido. A partir de entonces fueron creando sabores deliciosos con sus dulces. Además de las cerezas frescas, en la prolija y pequeña tienda se encuentran mermeladas y confituras de la fruta, como también de guinda y frambuesa. ¿Lo mejor? Los impresionantes alfajores de chocolate con corazón de cereza.
Adolfo es de ascendencia japonesa, y el nombre Hisashi está relacionado con su origen, pues significa que algo tiene larga vida o permanencia. Descubrimos sus instalaciones de casualidad entrando a Trevelin. Era una siesta calurosa y fuimos recibidos por Norma, quien tuvo toda la paciencia para responder las consultas que le íbamos haciendo, al descubrir algo tan innovador. Mientras, nos deleitábamos con las riquísimas cerezas recién cosechadas, carnosas y de un rojo intenso.
Otro hallazgo fue la visita al pequeño Mercado de Pulgas. Esas asombrosas minas en las que, con ojo sagaz y una cuota de suerte, se pueden encontrar grandes tesoros. En nuestro caso, una botella sin abrir de tinta “Gunther Wagner” de cien años de antigüedad. Martín, amante del hard rock con pinta de rudo leñador pero de trato afable, fue quien nos vendió esa joyita con la leyenda “Luce azul, se vuelve negra”.
En contrapartida, hay que decir que la identidad del pueblo de inmigrantes se va perdiendo poco a poco; el tiempo, quizás el turismo cada vez más masivo, van borrando esa caracterización tan marcada. Y hay atracciones cuyo personal no está a la altura de la escalada turística que en los últimos años experimentó Trevelin.
Así, por ejemplo, el Molino Harinero Nant Fach, sobre la ruta 259, camino al paso internacional de frontera con Chile, tiene el enorme mérito de haber puesto a funcionar un antiguo molino, tal como lo hacía décadas atrás en un campo cercano. Malamente el relato del tour, tan contaminado de prejuicios y ponderaciones históricas sin rigor, sin contextualizar, ceñidos a la tajante ideología del anfitrión, nos resultó un fiasco.
Por otra parte, teníamos gran expectativa de visitar la bodega Viñas del Nant y Fall, cuyas etiquetas están en boga por las altas calificaciones del wine expert Tim Atkin, Habíamos descubierto su pinot noir en una cena tiempo atrás en El Preferido de Palermo y fue, de hecho, uno de los motivos para llegar a Trevelin. Además vimos que estaban ubicadas justo al lado del campo de tulipanes. Pero… la nula cordialidad en la atención del bodeguero opacó la visita.
Más allá de esas ínfimas desventuras, Trevelin nos gustó, y mucho. Supimos encontrar todo lo que buscábamos.
Así, camino a Esquel disfrutamos de los llanos de la estepa cobriza. Y a pesar de la muchedumbre, nos divertimos en el trayecto que ofrece La Trochita, el Expreso Patagónico. Su recorrido actual llega hasta Nahuel Pan, un asentamiento de algunas casitas y primera estación del histórico tren del sur. Tuvimos la fortuna de viajar en el convoy de primera clase y pudimos figurarnos lo que eran esos largos viajes en el vagón de asientos más mullidos, con estufa para los fríos inviernos y con letrina en el baño. Todo muy distintivo de una época de grandeza.
Otra escala interesante fue el Parque Nacional Los Alerces. En nuestro caso llegamos a Trevelin desde Cholila por la ruta provincial 71, por lo que el parque nos quedaba de camino en dirección norte-sur. Anduvimos por los senderos hasta Puerto Chucao, admirando el color esmeralda de las aguas del Río Arrayanes y el tupido bosque para conocer la estrella que allí resalta, el alerce, una conífera esbelta y elegante. Ni hablar de la inigualable vista del Glaciar Torrecillas desde la costa del Lago Gutiérrez,
Un paréntesis merece Cholila, sede de la Fiesta Nacional del Asado, con sus estancias ganaderas en los verdes valles. El sol poniéndose pasadas las nueve de la noche fue todo un acontecimiento antes de la cena en el comedor del pueblo, La Casa de Lili, en donde nos deleitamos con unas poderosas empanadas, una carne al horno y una copa gigante de frambuesas frescas con crema, simplemente inolvidables.
Cholila es también conocido por haber contado entre sus primeros colonos a los fugitivos Butch Cassidy y Sundance Kid, los ladrones americanos más buscados a principios del 1900. Se puede visitar tanto el rancho en el que supieron vivir, en las afueras del pueblo, como el pequeño museíto La Legal, donde se proyecta un vídeo sobre los bandidos y se recrea su paso por aquellas latitudes. Además homenajea al viejo almacén de don Daher, donde se destacan objetos de época. Uno de los más curiosos nos resultó un reclamo de deuda plasmado en una carta, en el que el acreedor “invitaba” al moroso a pagar con una redacción memorable, propia de otros tiempos.
Volviendo al pueblo galés, decidimos alojarnos en la extraordinaria Suite Cuatro Vientos. Se trata de una propuesta súper ventajosa, por cuanto dispone de un florido jardín y un gran y completo ambiente, en el que además de la cómoda cama, dispone de kitchenette equipada y living comedor, destacándose el distinguido cuarto de baño con su jacuzzi. La decoración moderna y sutil complementa el hospedaje ideal, tanto como el completo desayuno servido en el horario de preferencia del huésped. Uno de los gustos que nos dimos allí fue una copa de vino disfrutada bajo las estrellas.
Un imperdible también es Fonda Sur. Paula Chiaradía ofrece una cocina casera con clara influencia de los orígenes galeses del pueblo. No hay carta fija, sino que la cocinera la diseña por estaciones, usando productos locales. En una esquina, justo al frente de la iglesia de la Inmaculada, en una de las casas más antiguas abre sus puertas esta auténtica fonda, con sus contados puestos disponibles.
Paula mereció una premiación en el concurso Prix Barón B, junto al misionero Saúl Lencinas con su proyecto Poytava y a Florencia Rodríguez de El Nuevo Progreso. ¡Es obligatoria una visita! Sin dudas hoy se convirtió en uno de los principales atractivos del pueblo.
Para nosotros Fonda Sur fue también completar la trilogía del Concurso 2021 de Barón B. Al margen de las excelentes experiencias culinarias y de lo anecdótico de esos premios, de cada una de esas noches nos llevamos las charlas con sus respectivos jefes de cocina, siempre bien dispuestos, y con sus mozos tan abiertos y simpáticos. En Trevelin, Paula nos contó de su historia de vida y del proyecto, de sus difíciles inicios y de su amor al Valle Hermoso.
Cual confite extra, esa noche insólitamente Chubut era la provincia más calurosa de la Argentina. En la vieja colonia galesa el termómetro registraba 33 grados a las ocho de la noche, por lo que luego de los suculentos platos optamos por tomar el postre (nada menos que una fondue de chocolate) en las mesitas de la empedrada vereda. Fue allí cuando se inició una charla casual con Marcelo, un visitante llegado de Córdoba, con quien decidimos compartir la sobremesa.
Fue tan enriquecedora la charla con este auténtico Señor Viajero (así, con mayúsculas) que resultó imposible no proponerle que se sumase a nuestra visita a otra de las bodegas más australes de la Argentina. Es que al día siguiente teníamos reserva para dos lugares en Casa Yagüe.
La propuesta de este establecimiento, ubicado en el paralelo 43, inicia a las siete de la tarde con un recorrido por los primeros viñedos, todos de uvas blancas, que toleran mejor las heladas y las bajas temperaturas patagónicas. Esa caminata la hicimos acompañados de Mansa, la perra guardiana, y de unas ruidosas bandurrias.
Luego una pasada corta por la bodega, en la que su dueño y el enólogo probaban un rosé con las nuevas uvas cabernet franc, junto a las pinot Noir ya típicas del sur argentino.
A continuación, el banquete servido justo frente al cordón montañoso Trono de Nubes, más conocido como Cerro La Monja. Lo más memorable de esa noche fue disfrutar esos tremendos chardonnay y sauvignon blanc, junto a las propuestas del chef Martín, compartiendo otra cautivante charla con Marcelo, de esas en las que las historias de vida resultan inspiradoras y emocionan. Va esta crónica en honor a él, nuestro nuevo amigo, con quien esperamos reencontrarnos en una próxima ruta, tal como en esta travesía patagónica de sabores, paisajes y encuentros.