Toscana Inigualable

“La Toscana me dejó una enseñanza para siempre: salirse de las guías turísticas...”

“Es dura la vida del viajero”… Cuántas veces escuché esas palabras y las hice mías.

Me apasiona conocer el mundo, planificar itinerarios, descubrir culturas, apreciar el arte, el diseño y la arquitectura, contemplar lo que las creencias mueven a las personas a hacer, a construir y, en definitiva, a vivir de una determinada manera tan distinta de la que conozco.

Mi avidez por viajar me llevó a descubrirlo. Mi counter personal indica sesenta y cuartro países en cinco continentes.

En esos caminos emprendidos me pasó de todo, con situaciones difíciles que nunca hubiera imaginado atravesar, pero siempre con la suficiente cuota de suerte o destino para que todo se resolviera bien.

A mis 18 años experimenté en soledad mi primer percance y eso me hizo perder el miedo a cualquier complicación. Por entonces yo vivía con una familia estadounidense en Colorado, donde cumplía mi sueño de estudiar en otro país. Para spring break decidí visitar a mi tía Alicia, que vivía al sur de Los Ángeles. Después de unos días superdivertidos tomé mi vuelo de regreso. Ante una tormenta de magnitud, el piloto debió desviar la ruta y aterrizó con mucha dificultad en Sacramento. Luego del susto, recuerdo la sensación desesperante de no saber dónde me encontraba. Un abuelito me señaló en un mapa, colgado en un pasillo del aeropuerto, la ubicación de esa ciudad. Mi memoria guardará siempre aquella cabina telefónica desde la cual pude avisar que no llegaría a horario... Luego de una larga espera mucho temor y dos vuelos más, arribé sana y salva a mi hogar americano.

No se trata de narrar infortunios sino de compartir mi experiencia, aun en su costado difícil, para animar a otros a viajar y a descubrir más que a vacacionar.

En tiempos adversos, sin excursiones posibles en un futuro próximo, quizás esta columna sirva para viajar a través de la narración o, tal vez, para proyectar un esperanzador plan de viaje que ayude a sobrellevar la pandemia.

Pues bien... ¡Arranquemos!

Para honrar a Italia, como acompañamiento a la distancia en tiempos de coronavirus, Toscana es el destino elegido.

Es una vasta región al centro-norte de Italia cuya capital es Florencia, aunque también se destaca su histórica rival, Siena (destinos ambos que merecen una columna aparte).

Sus valles invitan a un regreso al Medioevo, a descubrir pueblos amurallados, a recorrer estrechas callecitas, a atravesar rutas entre campos verdes con líneas de cipreses franqueando el horizonte, a beber sus tintos exquisitos y a saborear, créanme, la más deliciosa gastronomía.

El valle de Chianti, el más turístico, se caracteriza por sus bodegas.

El Val d'Elsa es coronado por la extraordinaria San Gimignano, una aldea con un skyline medieval que es maravilloso. Y no quiero olvidarme de Monteriggioni, un pueblo totalmente amurallado en la cima de un monte, también visible desde el camino.

Y por último mi favorito, el Val d'Orcia. Inigualable. Toda la zona fue declarada Patrimonio Mundial de la Humanidad. Sus tesoros más reconocidos son Montalcino, Pienza y Montepulciano, en el límite del Val di Chiana.

La Toscana me dejó una enseñanza para siempre: salirse de las guías turísticas y descubrir por uno mismo esos sitios que logran sorprenderte. Lugares que no aparecen en las rutas que has googleado. El hecho de que no se destaquen en los listados turísticos permite a estos pueblos mantener su espontaneidad, pues en ellos uno se cruza con sus pobladores y no con tours de manadas ávidas del touch & go o la insoportable selfie.

Allí además vive la genuina cocina toscana, que supera con creces la de aquellos restaurantes de lujo y con altas calificaciones en las logias gastronómicas.

De hecho, una de las mejores pastas la comí en un bodegón perdido, al que las reseñas de Google le otorgaban unos mediocres 3,7 puntos con pésimas críticas. Estaba parando en el prestigioso Castello Di Velona, un resort con baños termales, altamente recomendable si uno decide romper el chanchito y darse un gusto de una noche en un five stars por una vez en la vida. (Y si es con la excusa de una luna de miel, ¡bien celebro eso!)

El menú del Castello obviamente arrancaba en 35 euros. Era un domingo de diluvio y niebla intensa, bajamos igual a Castelnuovo dell'Abate, un pueblito a un par de kilómetros, donde la única señal de vida era la Osteria Bassomondo. Esos pici toscani (espaguetis típicos hechos a mano), amasados por una italiana de muy poca paciencia, a 5 euros, fueron altamente superiores a la pasta que, por ejemplo, probé en un lindísimo rooftop de una de las bodegas más lujosas que conocí: la bodega Antinori, una fusión increíble entre producción y naturaleza.

Y lo mismo sucedió en otros tantos piringundines familiares, muchos de ellos galardonados con estrellas Michelin. Toda la Toscana es así.

Ahora, no todo es tan rosa. Para moverse de un lugar a otro estás obligado a alquilar un auto pues no hay transporte público conveniente. Ni hablar de los estacionamientos cuando se llega a esos pequeñísimos pueblos enclavados en las cimas de las montañas. En todos los centros históricos, el tránsito vehicular se encuentra cerrado salvo para residentes. Saber reconocer hasta dónde uno puede avanzar es un desafío. ¡Y alerta! Las multas que aplican las comunas italianas llegan incluso meses después a la tarjeta de crédito que uno entregó en garantía al retirar al auto de alquiler. Ni hablar de los parkings públicos y de pago.

En definitiva, más allá de sus pequeñísimas contras, la Toscana interior, con esos valles de otro mundo, merece cada uno de los malos tragos que pueda implicar su visita. Máxime si a eso le sumamos, como dije, la exquisitez de su gastronomía, la soberbia de sus tintos y la increíble cordialidad del ciudadano/a, of course rural, que habita en tan entrañables terruños.

Vaya esta columna dedicada a Tiziana y sus padres, quienes nos hospedaron unos días en su inolvidable Agriturismo Poggio Istiano y sus colazione fatti in casa.