Rincón del Socorro en Esteros del Iberá
Safari en el litoral
Llegar a Rincón del Socorro, la hostería chic que ofrece un confortable disfrute de la “experiencia esteros”, es obra del azar. Si todo viaje depende de las leyes del destino, aquí esa máxima se cumple a rajatabla. No hay tecnología o previsión que valga: en los esteros la naturaleza se impone y allí rigen sólo sus inflexibles reglas. Si querés saber más sobre los accesos a los portales, hacé click en este link.
Volvamos al Rincón del Socorro. Decidimos hacer una inversión fuerte de modo de garantizar la mejor comodidad para esos días de Dora la Exploradora, en medio de los humedales donde el mosquito es rey y el calor su fiel escudero.
La estancia es bonita, con un auténtico estilo campo. Sin ser lujoso es confortable y con un alto buen gusto.
En el ingreso, en el kilómetro 85 de la ruta provincial 40, el cartel de bienvenida quedó opacado por la interacción que generó la familia de carpinchos que tomaban su baño de sol y lodo, tanto al costado de la vía como en las carpincheras ya dentro del predio. ¡Una maravilla! Se les llama carpincheras a los huecos que van haciendo en el suelo estos peculiares animalitos, los que se llenan de agua de lluvia, convirtiéndose en un jacuzzi natural perfecto para su relax, protección y refresco.
Ya en el casco de la estancia, hicimos el check in en nuestra habitación standard, la cabaña Timbó.
Rincón del Socorro tiene un régimen tipo “all inclusive” (excepto bebidas con alcohol); son cuatro las comidas ofrecidas y dos las actividades programadas cada día.
Al llegar, nos asignaron el recorrido por las instalaciones, para conocer la historia del lugar y de su alma mater, el conservacionista y filántropo Douglas Tompkins junto a su esposa Kristine. Fue todo un preludio de los días próximos, en términos de avistaje de fauna salvaje, en especial aves nativas. Además de los innumerables carpinchos, los ñandúes paseaban por los jardines tanto como zorritos curiosos que se acercaron al comedor.
En el tajamar (humedal artificial) cercano a la hostería, vimos los primeros ciervos de los pantanos y chajás, la chillona ave local de gran tamaño, así como otra mucho más pequeña pero igual de simpática: era una jacana, que caminaba sobre la vegetación flotante junto a su cría, moviéndose entre las plantas como si bailase un chamamé correntino.
Luego visitamos la huerta y los frutales, oportunidad en la que una corzuela se hizo presente muy amigablemente. Para cuando llegamos al segundo tajamar, al final de las instalaciones, enorme fue la sorpresa al divisar un yacaré de gran porte, quizás el más grande que vimos durante toda la estadía, y que forzó a una detención del guía y al obligado regreso posterior al casco principal.
Fue allí cuando el primer atardecer de película nos dio la bienvenida. Una bola de fuego poniéndose en el horizonte, entre los altos árboles y el verde pasto, embellecido por el canto de los pájaros, los carpinchos, los suris y las corzuelas o guasunchos, que se paseaban con plena naturalidad por ese enorme jardín, haciendo notar su imperio y nuestro carácter de visitantes.
A continuación, fuimos invitados a una charla informativa sobre las actividades conservacionistas y de rewilding de la fauna autóctona que la fundación homónima lleva adelante.
A la mañana siguiente, después de un desayuno con jugos y frutas y los consabidos chipa y m’bejú (una torta aplastada de almidón de mandioca y queso), partimos a una caminata por la selva en galería, también conocida como mogote, un paseo que permite entender la flora característica de la zona, en el que Mariano, nuestro guía, nos fue mostrando el malezal de pajas bravas, los tenebrosos árboles ñandubay, así como el clavel del aire que ellos alojan: son epífitos como las orquídeas, que, a diferencia del parásito, solo cuando nace consume el nutriente del árbol, luego se independiza y toma el agua de lluvia. Con fortuna, si bien aún formalmente no había llegado la primavera, muchas especies ya estaban en flor, como la del clavel del aire, de un elegante tono rosa. También nos enseñó el jazmín del Paraguay; los dos tipos de palmeras que se hallan en la zona (la Pindó, más desprolija, y la Caranday, que forma un círculo pues necesita luz solar de todos sus ángulos); los cactus epífitos (del aire); los líquenes, una simbiosis entre hongo y alga que da cuenta de la pureza de su entorno, que parecen suaves pero son bien rugosos al tacto. También nos mostró exóticos nidos de pájaros y nos anotició de que se llamaban tacurú esos enormes albergues de termitas que habíamos visto en la ruta.
Luego del almuerzo, fue el turno de la actividad en lancha. Se viaja unos cuarenta minutos hasta la vecina estancia Iberá y, desde allí, se inicia un recorrido en los esteros, avistando yacarés que salen a tomar sol a la siesta, para navegar por la impresionante laguna Fernández, de unas cuatro mil quinientas hectáreas.
La cantidad de aves que vimos durante ese paseo fue indescriptible, solo algunos pájaros de los que vimos: el cardenal, con copete rojo; el jabirú, una especie de cigüeña monógama, igual que el chajá; el churrinche; la cigüeña americana, que a veces se alimenta de los pequeños yacarés; los patos cutirí; la calandria; el chingolo; el carpintero real, con rojo copete, y el carpintero campestre, amarillo; el martín pescador; la lavandera, negra con cabeza blanca; el pato pollona, entre muchos otros.
En una isla formada por camalotes, Exequiel frenó la lancha y armó nuestra merienda, esperando que el sol bajase de modo de lograr otro perfecto atardecer antes del regreso. El sol poniéndose en las apacibles aguas de la laguna y el ocaso entre el pajonal fueron tan impactantes como el ejército de mosquitos que se aprestaba al ataque. Al final, cuando empezaba a oscurecer, una cantidad de bichitos de luz se confundían con las estrellas que iban apareciendo. Todo un espectáculo.
La cena esa noche fue en el quincho, un gran asado de cordero con una variadisima opción de vegetales para acompañar y unas soberbias empanadas de peceto de Luisa y Sofía, las cocineras locales.
Al día siguiente, era el turno de la cabalgata, un grupo chico de cuatro personas junto a la guía que nos llevó hacia los esteros. Carpinchos, ciervos de los pantanos, cantidad de aves que cruzaban el cielo y, a lo lejos, un escenario casi irreal de un hermoso palmar, cuya visita fue -quizás- nuestra mejor experiencia.
En la tarde, volvimos solos junto a la guía Victoria, para un recorrido corto con muchas historias y descripciones de ese entorno de biodiversidad entre medio de tantas palmeras, en especial caranday, las que forman un círculo perfecto. Vimos un oasis de tunas y palmeras sobre una madriguera de vizcachas. Las verbenas silvestres ya estaban en flor.
La caminata, con botas de lluvia, incluye el ejercicio de chapotear en los esteros, sintiendo el pantano a tus pies. En eso, nos encontramos con un distraído y dócil ciervo de los pantanos, que ni se inmutó de nuestra presencia, por lo que pudimos admirar su belleza a solo unos centímetros. Nubes redonditas empezaron a aparecer, cual gestando el escenario perfecto para ese enorme e inolvidable atardecer. Fue colosal y lo disfrutamos mientras comíamos una picada con cerveza en una mesa de campo super chic que nos había preparado Victoria, casi sin darnos cuenta, allí, en ese teatro natural.
Al amanecer de nuestro último día, solo cabía el agradecimiento por tanta calidez humana y belleza natural. Para despedirnos como se debe, el desayuno fue tarde, con café, jugo natural de naranja (exquisito) y muchos, muchos, chipas y m’bejú. Al salir por la ruta provincial 40, rumbo al norte, hacia Colonia Carlos Pellegrini, estuvimos atentos pues los yacarés retozaban a la vera del rojo y cruel camino, dándonos la mejor despedida. Ya en el pueblo, una vez que cruzamos la laguna Iberá, por el célebre puente bailey, visitamos algunos artesanos para comprar las típicas artesanías correntinas, canastos de todas las formas hechos en espartillo, de los pajonales de la zona.
El mejor homenaje luego de una experiencia tan completa como la vivida en los Esteros del Iberá fue honrar a su gente comprando lo auténtico, incluso si para ello hubo que parar en cuanto quiosco encontrásemos abierto, preguntando aquí y allá, dónde podíamos hallar las artesanías del Iberá.