Paraje Río Blanco
Solitaria y bella vida al pie del Abra del Acay
El camino de altura del Abra del Acay es duro, áspero y severo. Son tres horas de máxima tensión al ir atravesando cada curva, cada zigzag, cada cruce escarchado que se presenta en el aislado recorrido.
Por ello, la sensación de alivio al divisar un rancho habitado fue indescriptible.
Un trozo de madera sobre unos oxidados caballetes al lado del camino hacían de mostrador de los adornos ofrecidos por Flavia Calpanchay con sus hijos, Luis y Fernando. Viven en la casita del otro lado de la senda junto a su abuela, que se ocupa de pastorear los animales.
Junto a ellos estaban sus dóciles mascotas, los perros… y las llamas: Chancho, Llanto, Rata y Caspita, la más chiquita. Súper mansas se acercan curiosas, hasta disfrutan un mimo que el visitante atónito se anima a darle.
La invitación que siguió fue comprar las auténticas artesanías, todas hechas por la paisana Flavia con lana de los simpáticos auquénidos. Mientras elegíamos los valiosos recuerdos de aquella experiencia, compartió con nosotros la razón del corral de alto alambrado: allí guarda a sus llamas para evitar que el “lión se las coma”. En el norte le llaman león a los pumas que pueden aparecer en cualquier momento a cazar comida. Preguntó por Salta, por la pandemia, por nuestras vidas.
A continuación, adelantó que todavía quedaba un trecho de camino de cornisa hasta La Poma pero que creía que en buenas condiciones, lo cual fue “relativamente” cierto, tomando en cuenta las circunstancias.
Los niños permanecieron silenciosos en timidez, no así las llamas que adquirieron confianza en segundos y pronto nos rodearon buscando cariños o atención.
La parada fue corta pero valiosa e, incluso, reflexiva pues durante el resto del camino ese insólito escenario y sus personajes dominaron la charla, en un intento de convencernos cómo esa vida tan solitaria, simple y bella era posible en la lejanía de la ruta 40 al pie del Abra del Acay.