Mi Stendhal en San Petersburgo
“Nunca perder la esperanza del asombro...”
San Petersburgo es simplemente colosal.
Su historia oscila desde los deseos europeizantes de su ideólogo, Pedro el Grande, hasta la toma del Palacio de Invierno durante la revolución bolchevique rusa de 1917.
Fue bautizada con diversos nombres: Petrogrado, Leningrado y, finalmente, San Petersburgo (en honor al santo patrono), aunque los locales la llaman Peter y en el mundo es conocida también como la Venecia del Norte, por sus canales escoltados por fastuosos palacios.
La ciudad es un museo al aire libre. Además de sus infinidad de palacios, que supieron albergar encuentros de la corte afrancesada de Catalina la Grande, trascienden sus grandes almacenes, como el imponente Eliseyev Emporium o la Casa del Libro en el edificio Singer, símbolos de una fuerte clase comerciante del Siglo XIX que adoptó el modernismo y mandó construir esos emblemáticos edificios de estilo art nouveau. Otro tanto reconocimiento les cabe a las catedrales e iglesias ortodoxas rusas, como la de San Isaac o la de Nuestra Señora de Kazán, cuya columnata neoclásica semicircular se puede apreciar desde el café del segundo piso del edificio construido para la compañía de máquinas de coser.
Ante tanta diversidad de propuestas, la planificación de mi visita fue un desafío.
Tuve la lucidez de contratar un buen hotel, para garantizarme recepción bilingüe y cordial atención, algo que no abunda en las calles de Rusia, pues solo los mas jóvenes entienden el inglés y la población en general es huraña.
Aunque más que el genio viajero, en la elección primaron las ganas de regalarme una estadía en el alojamiento oficial del célebre Museo Hermitage.
The State Hermitage Museum Official Hotel no solo contiene obras de arte de su colección, un spa digno de una zarina, un desayuno delicioso al son de un arpa tocada magistralmente en el salón dorado, sino que te garantiza una entrada directa al museo. En definitiva, era una auto complacencia de esas que te consolidan un recuerdo eterno... Máxime si las horas de búsqueda te premian con un fabuloso descuento en el total a pagar por las cuatro noches de reserva.
La excitación de poder tildar en mi lista la visita al Hermitage era proporcional a la monumental ciudad.
Sin embargo, la desmedida cantidad de visitantes que colapsaban los pasillos, salones y escaleras del otrora palacio percudían su belleza. Me resultaba difícil apreciar su encanto teniendo que repetir "excuse me" para abrirme paso entre tantos grupos de bulliciosos asiáticos.
Al cabo de unas horas, la visita terminó y la sensación no conformó mi espíritu.
Al día siguiente era el turno del Palacio de Catalina, la residencia de verano de los zares, a unos 25 kilómetros del centro.
En el camino recordé la impresión que me generó entrar al Salón de los Espejos, cuando a mis 23 años recorrí el Palacio de Versalles. Aquello fue tan profundo que aún persiste en mi memoria esa alteración del ánimo al verme rodeada de tanta hermosura.
Fue el escritor francés llamado Henri Beyle, más conocido por su seudónimo Stendhal, quien en sus cuadernos de viaje a Florencia describió los efectos que le produjo contemplar la Iglesia de Santa Croce, los que luego fueron caracterizados por la psiquiatría como el Síndrome de Stendhal. Se describe como una enfermedad psicosomática que produce taquicardia, vértigo o confusión ante la belleza de una obra de arte.
Pues bien, el celeste palacio de verano era verdaderamente sensacional. Sin embargo, la mixtura de estilos, quizás el exceso de dorado en sus molduras, las recargadas decoraciones de sus salones o simplemente, una vez más, el hacinamiento de visitantes, opacó su grandeza.
Me invadió entonces la convicción de que la contaminación que sufre el viajero al aglutinar en su retina tantas majestuosidades afectan seriamente el factor sorpresa, ese que había sentido tan vívidamente en mi primer viaje a Francia.
Sentía felicidad en San Petersburgo, pero no la exaltación tan anhelada... Hasta que, un poco por la recomendación de una guía de free walking tour, y otro poco por casualidad, pasé cerca de la Iglesia del Salvador Sobre la Sangre Derramada. Retrataba sus surrealistas cúpulas multicolores con forma de cebollas (al estilo de las de la Catedral de San Basilio en Moscú) cuando me decidí a adquirir el ticket y entrar.
Fue allí que, sin esperarlo, sentí ese estupor a los pocos pasos, cuando llevé mi mirada hacia los altísimos muros repletos de figuras y escenas con asombrosa perfección.
Confieso que creí estar en presencia de bellos frescos, pero para mi sorpresa se trataban de millones de mosaiquitos de vibrantes colores cubriendo desde el suelo hasta el techo. Advertí cómo el corazón palpitaba fuertemente y sonreí. Me convencí entonces de que mi capacidad de asombro perduraba en mí.
Entonces llegó el alivio y la satisfacción de haber “sufrido” el Síndrome de Stendhal en la descomunal San Petersburgo.