Las islas del arte

“En Japón comprendés que, casi siempre, menos es más...”

Para poder visitar las singulares islas japonesas del arte, el viajero debe seguir precisas instrucciones que, en mi caso, me habían facilitado dos amigos amantes de lo nipón.

Desde Kioto debía tomar un tren rápido llamado Shinkansen hacia Okayama. Allí hacerse de un locker libre donde dejar la valija y cargar solo una mochila liviana con lo indispensable para dos noches en las islas, para recién tomar el tren local hacia Uno Station con una combinación en Chayamachi. Frente a la estación de trenes de Uno se encuentra el puerto desde donde se toma el ferry para ir a las islas: primero Teshima y luego Naoshima.

Aun cuando no se entiende absolutamente nada, Japón es un país en el que es muy fácil andar. Además todos allí son ultra respetuosos, ordenados y cordiales.

En la primera escala de ese periplo desafiante, en la estación de Okayama, una pareja de ingleses me “robó” el locker vacío que había encontrado después de mucho esfuerzo. Adrian apareció por detrás, abrió el casillero, Tony metió la valija y partieron. Yo les dejé una mirada de furia, lanzada cual misil. Comenzó entonces mi nueva búsqueda en aquella gran estación. De la nada, al rato, apareció Adrian y me indicó que había encontrado un locker vacío. Caminamos dos cuadras hasta hallarlos, les agradecí y nos despedimos.

En el destino visité la única obra expuesta en el Museo de Arte de Teshima, al que se ingresa sin calzado a una gigantesca cáscara de hormigón que tiene dos aberturas elípticas. Me senté y al ver las gotitas de agua que emergían mágicamente del suelo y se escabullían como si tuviese vida propia, me sentí tan viva como ellas.

El arte provoca eso, te estremece, sea por su belleza, por su monstruosidad o, como en este caso, por la simpleza de la nada, del espacio vacío que carece de límites y solo te conduce a observar el cielo y la naturaleza a través de esas “ventanas” ovales, lo que provoca recordar que ese instante está siendo vivido y pasará.

Quise estirar ese momento pero otras grandes obras me esperaban por esos surrealistas días de las islas.

Antes de subir al ferry para ir a Naoshima, recorrí Teshima Yokoo House. Me sorprendí una vez más al apreciar su arquitectura, el rojo que invade sus espacios, el agua que fluye.

En la noche, una vez en mi lodge en Naoshima, "Tsutsuji-so", descubrí la peculiar casita japonesa contratada. En el comedor, para mi sorpresa, estaban cenando solos mis "amigos del locker", Adrian y Tony. Luego del incómodo saludo de cortesía que correspondía en la situación, ya no tan tímidamente empezó la charla de rigor, conversando de dónde éramos, qué hacíamos y el intercambio se convirtió en una excelente compañía, al punto que unimos las mesas y nos quedamos hasta que la dueña nos invitó a dormir pues ya tenía que cerrar. Allí fue cuando Adrian me confesó que el efecto de aquella mirada mía le había ocasionado un miedo tremendo, llegando incluso a temer por alguna maldición sudamericana. Por eso, a pesar de la resistencia de Tony, no siguió al andén a tomar el tren siguiente, sino fue en búsqueda frenética de un locker vacío para mí y, luego, al desafío de encontrarme en el medio del bullicio de la estación. Su determinación sajona me terminó encontrando. 

Tras su relato me sonrojé, pero la risa que siguió fue fuerte. Así se generó el vinculo que años después continúa gracias al social media. 

A la mañana siguiente, Naoshima esperaba para continuar la travesía, cual Alicia en el País de las Maravillas. Pero antes de descubrir las estrafalarias casas de artistas del Art House Project, las calabazas con lunares de Yayoi Kusama, el deforme y perfecto Pavilion, ni qué decir los minibuses y los autos smart también pintados con puntitos, me regalé un desayuno en Benesse House Hotel. Esos permitidos no solo te abren a exclusivos servicios y riquísimos sabores, sino también a conocer el interior de esos five stars únicos en el mundo. En el caso, recorrer sus pasillos con insólitas obras de artes contemporáneas fue un extra inigualable.

De regreso al lodge, me topé una vez más con Adrian, una corta despedida aunque con el anhelo típico de los travelholics de continuar el contacto.

La fresa de Naoshima son los museos, construidos de tal forma que se fusionan con la belleza natural de la isla. Eso me esperaba.

El Chichu Art Museum diseñado por el maestro autodidacta Tadao Andō se sumerge en la profundidad de la tierra, de forma tal de obtener la iluminación natural perfecta para sus salas, en una máxima simplicidad. Minimalista, por supuesto, expone unas pocas obras de arte. Quizás eso sea lo que lo hace tan perfecto.

Se destacan los nenúfares de Claude Monet gobernando una sala blanca prístina, invitándote a contemplarlos en silencio para, una vez más, sentirte vivo, pues tu adentro se moviliza.

La obra Ganzfeld de James Turrell es una invitación a apreciar la sensibilidad. En lo personal, al igual que cuando entré en su creación para el Museo de la Bodega Colomé en Molinos, tuve enormes ganas de bailar, como cuando practicaba ballet de chica.

Hay otros museos para visitar como el Lee Ufan Museum, pequeños barrios por descubrir, el insólito bar retro que me habían recomendado mis amigos, todo ambientado con las más peculiares antigüedades, el Shioya Diner.

A la mañana siguiente, ya en el ferry de vuelta, recordé a los nuevos amigos ingleses y, a continuación, a todos mis amigos que aprecian el arte. Por un ratito me invadió un enérgico deseo de que algún día puedan tener la posibilidad de visitar estas islas. Son, simplemente, una invitación a sentirse vivo.!