La Rinconada
Turismo campesino en El Divisadero
Tiempo atrás, en una visita a la Bodega Solín Terraza de El Divisadero, habíamos hallado una casita en lo alto de un peñón. Era la cabaña del proyecto de turismo comunitario de Enrique Terraza, La Rinconada.
Desde entonces sabíamos que pasar una noche en esa morada en las alturas era un pendiente para @tripticity_ para sentir de cerca eso de tocar las estrellas del cielo de Cafayate. Es que desde lo alto de La Rinconada se abre un paisaje extraordinario del norte del Valle Calchaquí.
Luego de coordinar la concreción de ese anhelo con Ismael, quien trabaja en el hotel Asturias y es uno de los ocho hijos de Enrique y María, llegamos por fin un sábado tras cruzar el empedrado Río Colorado. Enrique nos esperaba atento.
Primero reparamos en los corrales, en donde nos enseñó los animales que los acompañan: caballos, cabritos y unos morrudos corderos.
A continuación, paseamos por entre los frutales que plantó hace ya años, variedades poco comunes de naranjo, limoneros, un pomelo rosado y varios de carozo como duraznos y ciruelas moradas y blanquecinas. Aunque era agosto algunos ya estaban en flor.
Muy animado, Enrique nos fue contando la historia de La Rinconada y la suya propia.
A él lo crió su abuelo, Eleuterio, tataranieto de diaguitas. Nos resultó admirable la compasiva resignación con la que habló de su madre, quien lo abandonó cuando tenía menos de un año de edad. Recordó sus días de niño cuando bajaba hasta al pueblo para vender la verdura de la ancestral huerta, que aún cuida de sol a sol. Aún hoy no llega la energía eléctrica y se las arreglan con los paneles solares. El agua, en tanto, la obtienen de una toma de una vertiente de altura gracias a un aporte de la Embajada Suiza en la Argentina. Antes la traían en baldes desde el río. También nos relató la noche de la década del 60 en que un alud arrasó a las familias que vivían en aquel paraje. La estratégica altura en la que se asienta La Rinconada fue la que protegió a los Terraza del desastre.
En eso se apareció doña María, mucho más tímida pero con idéntica cordialidad, quien nos dio las llaves de nuestra cabaña y nos animó a subir por la escalinata de piedra hacia nuestra residencia. Desde abajo, desde el acceso donde uno deja el vehículo, no parece significar tanto ascenso, pero lo cierto es que la subida equivale a la de un edificio de diez pisos. El cansancio tiene su premio: la vista desde allí es exclusiva e inigualable. Es una cabaña para cuatro personas y sus muros son las mismas rocas del peñón. Está previsto que se construya un baño anexo, el que por ahora se encuentra a la par, cerca de la casa de los anfitriones. La terraza de la cabaña invita simplemente a sentarse y contemplar la grandeza de la montaña del frente, la fisonomía de la ciudad de Cafayate, el cielo limpio, el Valle Calchaquí. A, sin más, solamente estar.
Tras ese momento, bajamos luego para unirnos en otra profunda charla con Enrique, quién sacó su caja chirlera y nos instó a que apreciemos el otro gran mirador coronado por un cardón centenario, en donde lo escuchamos bagualear. Fue una experiencia maravillosa, genuina.
Siguió otro gran momento al atardecer, cuando el cielo se tiñó de fuertes colores hasta que la noche le dio la bienvenida a la gran luna llena, que nos iba a acompañar a lo largo de esa inolvidable noche.
Mientras tanto, doña María preparaba humitas en chala con queso y un sabrosísimo guiso de lentejas. Al unirnos a la cocina, nos compartió sus recetas y saberes. Acompañamos el banquete con un suave malbec, por supuesto de la bodega artesanal Solín Terraza, de propiedad del primo Miguel. Y para terminar, antes del plácido descanso, un tremendo dulce de durazno machacado por ella misma con queso.
Imaginándonos lo prometedor que podía ser el amanecer no dudamos en madrugar. Cerca de las seis de la mañana, el cielo de pronto se volvió rosa tenue y luego un potente carmesí fue el preludio perfecto para la aparición estelar de Venus en lo alto de la montaña. Fue de esas imágenes que se convierten para siempre en postales imborrables, un tanto irreales, por lo caprichoso de sus colores.
Pasar el día en La Rinconada fue toda una ocasión para el intercambio de experiencias que en la vorágine de la vida citadina parecen de otro tiempo. Para valorar las costumbres y tradiciones locales, para sensibilizarse con lo simple, lo inmenso, lo eterno.