Experiencia Puna
Paisajes secretos que se sienten de otro planeta
Recorrimos la puna de Salta y Catamarca de la mano de un gran guía, el entusiasta y profesional Lautaro Funes Sángari.
Fue un viaje planeado con seis meses de anticipación, sabiendo que la experiencia sería demandante: cuatro días de andar por caminos extremos, cursos sinuosos y huellas desoladas, ahondando en paisajes inverosímiles, en donde la inmensidad te sustrae y te coloca en un lugar de pequeñez y grandeza al mismo tiempo.
Es por eso que decidimos contratar a la pionera en esos caminos, Socompa Adventure Travel, agencia creada por el italiano Fabrizio Ghilardi, un enamorado de las montañas, los desiertos de altura y la aventura. En Socompa conocen el norte argentino como nadie y te proponen un servicio personalizado y de alto nivel.
Así iniciamos nuestro viaje en tour privado, en una 4x4 que se mantuvo pulcra durante toda la travesía. Lautaro, luego de una cordial introducción, nos brindó detalles de los protocolos para garantizar la seguridad durante toda la experiencia.
Ya en ruta, atravesamos la Quebrada del Toro, bellísima e imponente, una presentación tímida de todo lo que veríamos en los días venideros. La quebrada conecta el fértil Valle de Lerma con la meseta desértica de la puna. Para empezar, pasamos por el Viaducto del Toro, luego por Santa Rosa de Tastil con su impecable Museo del Sitio Arqueológico, que da cuenta de la civilización pre incaica y del célebre Qhapaq Ñan. También destaca allí la tienda de artesanías, en la que el siempre afable Primitivo se muestra dispuesto a explicar al visitante cuanta consulta e inquietud se le plantea, sea sobre los tejidos, sobre los objetos de fieltro o las bondades de las hierbas de esos cerros.
Para el mediodía ya habíamos llegado a San Antonio de los Cobres, la Capital de la Puna, previo paso por el Abra Blanca, a 4080 metros sobre el nivel del mar.
Almorzamos en el correctísimo Hotel de las Nubes para luego continuar con nuestro recorrido. El primer stop fue en Abra de Gallo a 4630 metros de altitud.
El camino se abrió rumbo a Santa Rosa de los Pastos Grandes, pueblo salteño que se caracteriza por su gran cantidad de auquénidos. Pequeño, austero, desolado, con las cumbres nevadas del Quewar como solitaria compañía. Luego atravesamos el Salar de Pocitos con destino al Desierto del Laberinto, conocido por todos como el Desierto del Diablo. De un rojo intenso, la arcilla moldeó allí las formas más arbitrarias y peculiares generando pasadizos inverosímiles.
Nuestro conductor, siempre atento, nos instó a continuar pese a nuestro pasmo ante tanta belleza. Era hora de avanzar por la Cuesta del Macón hacia Tolar Grande, el pueblo minero por excelencia de la provincia.
En un momento en el que el sol ya empezaba a ponerse, fue Lautaro quien nos sorprendió al afirmar con absoluta vehemencia: “Señores, su majestad el Llullaillaco”. Volcán sagrado para los pueblos prehispánicos, era su cumbre sombreada justo enfrente de nuestros ojos, como un pequeño triángulo a contraluz… Simplemente, fue uno de los tantos momentos inolvidables que caracterizarían a esta aventura.
Una vez ya en el pueblo erguido al borde del Salar de Arizaro, tras nueve horas de ruta, nos alojamos en la Hostería Municipal Casa Andina. Era sábado de carnaval, en el que algunos signos de vida aún se vislumbraban gracias a la jarana lógica de esa fecha (febrero de 2022), en el tranquilísimo caserío rodeado de volcanes y de mucha, mucha, mucha inmensidad.
Sin más infraestructura ni facilidades para el turismo, la cena fue en la casa-comedor de Mony Barrios. Llegamos a ese improvisado salón cuando el atardecer había decidido montar otro show inigualable. Casi una hora después de la puesta de sol, el cielo se tiñó repentinamente de un rojo intenso, furioso, cual una aurora sudamericana decidiendo conmover a esos incrédulos visitantes.
A la mañana siguiente, el éxtasis nos invadía pues se acercaba la hora de la cita con el famoso Cono de Arita. Lautaro volvió a repetir las recomendaciones para evitar el soroche o mal de altura. Es que la Puna se encuentra a más de 3500 metros sobre el nivel del mar, por lo que las condiciones climáticas generan por lo regular falta de oxígeno, aceleración de la respiración y la frecuencia cardíaca, pesadez del cuerpo, entre otras manifestaciones. Su permanente mandato fue tomar mucha agua, moverse bien despacio y cándidamente relajar para disfrutar de uno de los mejores safaris fotográficos del país. Pues bien, sus consejos surtieron efecto pues no sentimos el apuntamiento propio de esa altura en ningún momento.
Primero visitamos los conmovedores Ojos de Mar, que en su fondo albergan los estromatolitos, microorganismos que toleran la intensa salinidad y alta radiación solar y que, hace millones de años, dieron origen a nuestras formas conocidas de vida. Las pequeñísimas burbujas que cada tanto llegan a la superficie dan cuenta de su ancestral permanencia, algo que se da solamente en muy pocos lugares en el mundo.
Más tarde cruzamos el Salar de Arizaro, el más grande de la Argentina con sus 1600 kilómetros cuadrados. La palabra Arizaro significa “Cementerio de Buitres”, pues hace años los arrieros cruzaban hacia Chile con sus animales y no muchos de ellos sobrevivían a tales extremas condiciones, por lo que se convertían en alimento para los cóndores y demás aves de rapiña.
Los caminos, en la actualidad, se encuentran en buenas condiciones gracias a la cantidad de minas que se encuentran en la zona, las que se encargan de mantenerlos transitables. Hay también un par de pistas de aterrizaje en plena sal, a disposición de los altos cargos directivos que vienen de Asia y de América del Norte.
De repente, a lo lejos apareció por fin la estrella de nuestro viaje, el Cono de Arita.
Para mí siempre había sido un gran pendiente conocer esa pirámide rocosa en medio de la inmensidad. Y por supuesto fue mucha la emoción cuando ese oscuro cucurucho nos dio la bienvenida entre el blanco vivo del gran salar.
Digo vivo pues, a lo lejos, el ojo humano nota el efecto refractario que genera esa salinidad, que rechaza la energía del calor solar y la devuelve al aire en forma de ondas ascendentes. Demasiado difícil de explicar y más aún de retratar en una fotografía. Se trata de una mágica sensación en la que conmueve la soledad del Cono de Arita. Y si bien mucho habíamos leído sobre él e, incluso, escuchado testimonios de otros viajeros, ciertamente nada como contemplarlo en silencio frente a uno, en paz y con completa admiración.
Varias son las teorías que surgieron en torno a la pirámide volcánica negra, algunas más peculiares y fantasiosas, otras con más sustento científico.
Luego de las fotos, marchamos rumbo al oasis de Antofallita, un puñado de metros ya dentro de la provincia de Catamarca. Es un paraje fértil en el que solo viven los hermanos Corina y Héctor, quienes mantienen una agria discordancia de décadas por el uso del manantial que les da sustento.
A continuación cruzamos el salar de Antofalla, siguiendo una huella, hasta dar con otra maravilla que esconde allí la naturaleza. Se trata de la Laguna Verde, conocida por algunos como el Caribe de la Puna por su intenso color esmeralda. Al igual que los ojos de Tolar Grande, bajo sus aguas se resguardan las bacterias extremófilas capaces de subsistir en la salinidad.
Las nubes se reflejan en el agua, por lo que para las cámaras de los celulares es fácil jugar con el efecto óptico. Ni hablar de las más profesionales.
Para el almuerzo la cita era en la casa de Marta Salva en Antofalla, el oasis más grande del salar. Una recóndita y casi irreal aldea de adobe con un callejón de película en su centro, coronado por un pródigo manzano. Una milanesa con tortilla de quinoa de guarnición y algunas suculentas empanadas de carne recién horneadas fueron nuestro refrigerio.
Con prisa, Lautaro nos indicó el recorrido que nos esperaba hasta El Peñón, el siguiente destino.
Primero el Abra Colorada, el punto más alto de la travesía con sus 4635 metros, hasta llegar a Vega Colorada, en la que habitan infinidad de vicuñas, ágiles y tímidas, y también unas cuantas vacas salvajes. En la Cuesta de Calalaste Lautaro frenó la Hilux y trepó por la ladera para hacerse de unas ramitas de copa-copa. Es que veníamos hablando de coctelería y de las aromáticas que maridan bien con el gin… y nuestro guía, sommelier también, nos prometió hacernos probar esa hierba una vez que llegásemos a destino.
La siguiente parada fue en Antofagasta de la Sierra, pueblo rodeado de material volcánico de intenso negro. La incredulidad volvió a ser puesta a prueba, es que resulta muy difícil de creer lo inhóspito de esas poblaciones. El rincón más poblado era el del edificio de Gendarmería, pues allí la débil señal de wifi les permitía a los locales conectar un poco con la civilización… Es tan tenue allí la cobertura que un poco de viento en contra deja los artefactos sin conectividad.
Quedaba un último trayecto en ruta pavimentada hasta El Peñón, para registrarnos en la prolija Hostería homónima administrada por Socompa. Justo en esos días ese paraje empezó a disponer de suministro eléctrico las veinticuatro horas del día… ¡todo un acontecimiento!
En la noche, en el comedor nos sirvieron auténtica comida casera, preparada por la cocinera Nacha: sopa de zapallo, cazuela de carne y flan de postre.
Al tercer día, muchas atracciones estaban pautadas ya sin necesidad de recorrer tantos kilómetros. Primero subimos a un punto panorámico desde el que pudimos anticipar el recorrido y los majestuosos paisajes que nos aguardaban.
Luego ingresamos de lleno al desértico valle de Carachi Pampa, una explanada colosal en la que habitan solo algunas valientes hierbas de altura, como la rica rica o
De fondo, el majestuoso volcán Carachi, negro, contrastante. La fuerza de la 4x4 se hizo sentir. Seguimos una huella sobre el azabache material volcánico para llegar a la Laguna Colorada, cobijo de los elegantes flamencos y parinas. La enorme laguna se encuentra justo frente a una cadena montañosa, formada por minerales rojizos, por lo que la intensa luz genera que ese color se refleje en el agua. Nos acercamos sigilosos para no molestar a las aves distinguidas y donosas, algunas de un tono rosado más vivo, otras más claras; su cuello largo se esconde en el agua buscando alimento y sus patas también largas simulan una danza al caminar.
Luego de cerca de una hora de contemplarlas, y de interactuar con llamas que pastaban en los manantiales que brotan de la tierra, fue la hora de partir. En eso que tomábamos las últimas fotos sucedió un evento inesperado que marcaría para siempre ese viaje, como una de las experiencias más grandilocuentes de @tripticity_. La caravana de un grupo de motociclistas que veníamos cruzando se frenó justo a nuestro lado ante la caída de uno de ellos. Expectantes por la escena, y esperando a la vez para hacernos de la preciada foto una vez superado el trance, ¡oímos un grito fuerte que decía mi nombre! La identidad se mantenía oculta tras la armadura propia de los motoqueros. Raudamente el incógnito piloto trepó la lomada negra y se acercó a nosotros. ¡Era mi titánico primo Iván! De esos personajes libres que van por la vida saboreándola, con ganas de no perderse ni un segundo de ella. Fue tanta la conmoción, en ese fugaz encuentro a cientos de kilómetros de nuestros respectivos domicilios, que justo antes de que volviese a trepar a su mega cabra motorizada, pudimos pactar un encuentro más tarde en El Peñón, donde por gracia divina fuimos a coincidir esa noche del fin de semana largo de carnaval.
Con el ánimo aun arrebatado, continuamos marcha para llegar al Mar Estático, otra explanada interminable en la que, por obra de los feroces vientos de la meseta de altura, el suelo se fue marcando cual formando olas en movimiento, aunque en realidad no hay más que líneas erosionadas de suelo rasgado.
Más adelante, aguardaba el majestuoso Campo de Piedra Pómez, formación natural que se produjo como consecuencia de la actividad volcánica que imperó por esas latitudes. Los que saben enseñan que se trató de una gran explosión que esparció cenizas y escombros que luego se cristalizaron gestando las formas más singulares, rocas con apariencia de otro planeta, repletas de agujeros que no son sino las vías de escape de los gases que fluyeron durante la etapa de enfriamiento. Se trata de un monumental laberinto gigante de rocas blancas, casi de juguete. ¡Inexpresable tanta belleza!
Por cierto, lo de otro planeta es literal: a Carachi Pampa cada año llegan científicos de la NASA a estudiar el terreno, con la mira puesta en el día que el hombre pueda habitar en Marte.
Para el final, una visita a las Dunas Blancas, también conocidas como las dunas trepadoras: fabulosas, impactantes, eternas. Un último seductor paseo por esos campos de arena blanca que se elevan con ondulaciones por el maravilloso filo de las cumbres volcánicas.
Regresamos a la hostería para ponernos cómodos, de modo de disfrutar un nuevo impresionante atardecer con una paleta de colores proyectándose en el cielo. Fue allí cuando Iván llegó, y cobramos la promesa de Lautaro de preparar un gin tonic con copa-copa para ponerle aún más sabor a ese inolvidable crepúsculo. Cenamos todos juntos en la hostería; otra vez Nacha nos sirvió un sabroso menú regional con milanesa de pollo y no dejamos de brindar por el encuentro fortuito.
El último día del tour por la meseta andina fue ya por asfalto, pasando por Paja Brava, los pueblos catamarqueños de Hualfín y Santa María para luego ingresar al Valle Calchaquí, atravesando Cafayate y la Quebrada de las Conchas.
El último stop fue en el paraje de Alemanía, compuesto por una docena de casitas donde se destaca la antigua estación de tren, reciclada hoy en un simpático bar. Fue allí donde hicimos el ritual de conclusiones bien positivas, por esos cuatro días sin igual que llevaremos siempre en nuestros corazones, gracias a nuestro nuevo y gran amigo Lautaro.