Estancia Colomé & Museo James Turrell
Percepción, sensibilidad y sabores
Varias veces habíamos visitado Colomé y su museo de otra dimensión, pero quedaba pendiente disfrutar la experiencia completa, la cual implica quedarse a dormir en la Estancia, el hotel boutique de ese paisaje inhóspito rodeado de viñedos y lavandas.
Nos asignaron una de las junior suites con vista a la bodega y, de fondo, a los majestuosos cerros que rodean la hacienda. Detalles sofisticados en lo decorativo, instalaciones lujosas y un servicio de cinco estrellas, todo bajo la atenta dirección de Connie Bearzi, es la mejor síntesis del lugar.
A nuestro arribo, después del refrigerio de bienvenida, la jornada invitaba a relajarse en el solárium y zambullirse en la pileta. Colomé casi siempre tiene sol y, durante los meses de temporada, es imposible no disfrutarla. Simplemente era cuestión de echarse en la reposera y dejar que transcurriesen las lentas horas, absorbiendo el aire puro y el sosiego del silencio.
Cerca del atardecer, fue el momento de la degustación de los vinos de la bodega: el clásico torrontés de los Valles Calchaquíes; el Colomé Estate (un malbec de cuatro alturas diferentes); el Colomé Auténtico, cosechado de las mejores parcelas de la finca a 2.300 metros; y el Misterioso, un extraordinario blanco así bautizado por cuanto surge de unas vides añejas de las que nunca se pudo identificar la cepa.
Una vez que el gusto había sido saciado, era la hora de premiar la vista. Ingresamos al Museo James Turrell con la ilusión de un niño para vivir la experiencia de la luz, apreciar su belleza y admirarse del talento y la pericia del artista californiano. No es casual que el pionero Donald Hess haya imaginado la construcción de este museo justo en este sitio, en donde la unión entre el espacio y la luz se traducen en arte.
La luminosidad del puro cielo salteño y la altitud generan las condiciones perfectas para las concepciones del multifacético americano.
El favorito de @tripticity_ es sin duda la instalación “ganzfeld”, la que también experimenté en mi visita a las islas del arte en Japón. Se ingresa a una sala, unas escaleras invitan a subir, en el convencimiento de que son solo escalones ante una pared y, para sorpresa del ánimo, se abre un gran espacio en el que la profundidad se extiende hacia un infinito visual y sensorial.
La propuesta de James Turrell no solo se siente, se vive; casi como un llamamiento a tomar conciencia de uno mismo, del espacio y su belleza fluctuante. Si bien hay obras suyas en los principales centros culturales del mundo, el museo de la Bodega y Estancia Colomé es el único dedicado exclusivamente a su trabajo.
Las fotos no están permitidas dentro del museo, lo cual a primeras puede ser resistido, pero en verdad es la norma más precisa, pues toda la atención se halla en la experiencia y no en el afán del registro.
Y, para el final, durante el crepúsculo, fuimos invitados a recostarnos para experimentar -nunca mejor usada esta palabra- la obra Open Sky. Un cuadrado abierto al cielo, en el que las nubes pasan y vuelven a pasar, mientras la luz va generando una progresiva y sublime coloración mientras aparecen las estrellas, dando lugar a esos momentos en los que uno avista, en su interior más profundo, algo imposible de explicar. La vida, quizás.
Esa noche aún nos aguardaba un banquete supremo, diseñado y ejecutado por una chef que tuvimos la fortuna de conocer, Patricia Courtois,, ganadora en su momento del Gran Premio Baron B, pues se acercó a la mesa para confirmar lo obvio, que todo había salido no bien sino sobresaliente. Patricia organiza el menú según la cosecha diaria de la granja del hotel, allí mismo donde la pastora Susana se sienta a contar sus historias mientras sus ovejas juguetean a un lado.
Arrancamos con una pasta de berenjena ahumada al tiempo, luego unos buñuelos de verdolaga. A continuación, mollejas con puré de zanahorias y para rematar un bife con reducción de vino, vegetales y puré de papas. A la hora de los postres, un testeo de las variantes: textura de chocolate y peras al torrontés con helado de cedrón, que nuestro paladar conservará como uno de los más ricos jamás disfrutados.
A la mañana siguiente, un gran desayuno en la galería de arcos y una caminata entre los viñedos. Luego el balcón de la habitación casi como que obligaba a concretar una práctica de yoga y meditación, contemplando la soberbia vista.
Pileta todo el día, por supuesto. Luego otra copita de torrontés, en la soberbia biblioteca que acuna fantásticos libros de arte contemporáneo. Y por fin la cena despedida, que descolló por igual; arrolladito de quesillo con caprese de cabra y terrina de choclos con verdes y cebolla morada; luego, ensalada de queso de cabra, verdes, manzana y tomate fresco; de principal, un cabrito enrollado con especias con rösti de papas y albahaca; los dulces fueron higos salteados a la plancha con helado de crema de miel de caña y brownie con dulce de leche caramelizado. ¿Una delicia? No, mucho más.
El talento de la chef local, Pachi Chocobar, es también sobresaliente. Se nota tanto el compromiso con los sabores cercanos y de estación como la expertise y creatividad de las cocineras. La frescura absoluta de los vegetales hace el resto.
La experiencia en Estancia y Bodega Colomé es sin dudas costosa, pero lo vale. Al fin de cuentas, es imposible ponerle un precio a dos días vivificantes e inspiradores que te alimentarán el alma por el resto de tu vida.