Estancia La Holanda
Museo Atelier Antonio Ortiz Echagüe
Estancia La Holanda ofrece la ocasión y el ambiente para disfrutar del descanso y de la cultura.
En la región en la que dominan los caldenes, muy cerca de la ciudad de Victorica, se encuentra el destino indicado para alojarse en un típico establecimiento rural pampeano, donde se puede experimentar la soledad de sus inmensas extensiones con un extra, el museo que contiene las obras del español Antonio Ortiz Echagüe.
Entrábamos a la provincia de La Pampa por el sudoeste, así que la tentación nos llevó a concretar una parada previa en la Bodega del Desierto, en la localidad de Colonia 25 de Mayo. Queríamos hacernos de sus botellas pues sus vinos son elaborados, en tan desérticas latitudes, de acuerdo a los ciclos astronómicos.
Desde allí seguimos hasta nuestro próximo destino, que nos aguardaba bajo el inclemente sol de enero. Las largas rectas sobre los suaves terrenos ondulantes empezaban a mostrarnos la vastedad de la pampa argentina.
Nuestra obsesión por el arte y la historia nos había llevado, meses antes, a interesarnos por la propuesta que ofrece La Holanda, hogar y atelier del gran artista español que se asentó en esas tierras en 1919.
En efecto, la estancia ofrece un hospedaje bien rural, con auténtica cocina casera y la oportunidad de escuchar historias fascinantes, además de contemplar imponentes atardeceres -típicos de las planicies- y magníficas noches estrelladas.
El atractivo primordial es el museo que alberga las obras del pintor costumbrista. Su universo se despliega al ingresar a la cárcava que conduce al Museo Atelier Antonio Ortiz Echagüe. Es sumergirse en otra época, con sus testimonios de personajes de las cortes europeas de principios del siglo XX, de retratos familiares, de espléndidos paisajes que iluminaron los ojos del artista. Lienzos en los que el color se apodera de la imagen, luminosa y expresiva.
Intriga y conmueve la historia de su vida y, en particular, de su esposa.
Antonio era un verdadero nómade, nacido en España, al que su arte llevó luego por Córcega, Marruecos, los Países Bajos, entre otros tantos destinos. Precisamente en Amsterdam fue que retrató a una niña de doce años, Elisabeth, hija de un comerciante y diplomático que había adquirido una larga extensión de tierra en La Pampa, a principios del siglo pasado, cuando la Argentina era un país próspero.
Pues bien, esa niña de doce años, que tanto deslumbró al pintor, posteriormente se convertiría en su compañera de vida: Doña Elisabeth Smidt de Ortiz Echagüe. Y los avatares propios de la Gran Guerra y el crash económico del treinta impulsaron al matrimonio a asentarse con sus hijos en esa propiedad, sin saber aún que esa escala temporaria terminaría siendo su último destino. Como decía el proverbio oriental que sabía citar Elisabeth: “después de tres años todo lo insoportable se vuelve imprescindible”.
La casona data del año 1919. Jana -una de sus nietas- junto a sus hermanos, abren hoy las puertas de la estancia y de la impresionante historia familiar.
Ella nos recibió aquella tórrida siesta, y con paciencia nos fue respondiendo el sinfín de interrogantes que brotaban al ver los exóticos objetos, los fascinantes cuadros, los libros y demás reliquias contenidas entre sus paredes.
Así, en una pequeña mesa de un rincón descubrimos lo que parecía una bella carterita de dama, que resultó ser uno de los objetos más curiosos: una conservadora antigua de tetera. Bien mullida, resultaba el modo más eficaz para mantener el agua caliente. Además, muebles y piezas marroquíes nos evidenciaron la fascinación de estos trashumantes por el mundo árabe. Y así, un montón más de objetos que actuaban como disparador de inquietudes.
En eso apareció Carmen, hermana de la vivaz Jana, quien con una mirada dulce y enigmática se presentó y de inmediato se sumó a la charla, que de tan apasionante y profunda no queríamos que terminase.
Continuamos entonces en la pileta rodeada de caldenes, los árboles característicos de la pampa sur.
Y para cuando la tarde ya empezaba a caer, se hizo la hora para la tan ansiada visita al museo. El lugar es la concreción del deseo de Elisabeth de mostrar la obra de su marido, allí donde funcionó su último atelier.
Cuando entramos, la bienvenida nos la dio una altisonante foto de Elisabeth y Antonio en una estación de tren. La prestancia, la elegancia de esa bella mujer nos cautivó de inmediato. Esa foto con un perro por delante decía tanto, pero tanto… evidenciaba su grandeza, su espíritu. Era la imagen de una mujer que solo con su postura transmitía una enorme personalidad. Fue entonces cuando entendimos que La Holanda y el Museo Atelier Antonio Ortiz Echagüe no solo daban cuenta del paso del genial artista por este mundo, sino de especialmente su mujer.
Los óleos son de gran escala, de mucho colorido y muy bella factura.
Antonio trabajaba por encargo, por lo que las obras que alberga el museo son aquellas que evocan temas que resultaban de interés personal para el artista: sus permitidos. Más allá de los retratos de la familia, se destacan los desnudos y las producciones realizadas durante su estancia en Marruecos, sin dudas las más impactantes. Los colores fuertes resultan fascinantes, casi tanto como los personajes: un ladrón condenado a la ceguera con su lazarillo, las mujeres en sus características túnicas azules, o los vendedores de babuchas, todos en tamaño real. Fabuloso.
En otra sala se conserva aún el atelier tal como lo dejó el artista, con su mesa de trabajo, recortes de exposiciones hechas en galerías internacionales, sus pinturas y pinceles, su atril y demás elementos de trabajo. En un costado se halla el cuarto en el que Elisabeth supo pasar los años finales de su vida, antes de que una enfermedad respiratoria la obligase a radicarse a Buenos Aires.
Luego de la visita al museo, tomamos un sendero hacia el cerrito mirador, una sutil elevación para contemplar en soledad el hermoso atardecer.
Al regreso aguardaba la cena, sabrosa y casera, durante la cual contamos con la compañía de Carmen, quien pacientemente continuó relatando las historias de sus abuelos, tal como le fueron transmitidas.
Llegó el descanso profundo en la noche, aunque el “chofer & cadete” de @tripticity_ -a quien el sueño no suele acompañar- contaría después que el viento pampero y unos rayos incesantes habían hecho temblar las ventanas de la habitación.
Nos levantamos temprano en la mañana, en la que un rico desayuno de campo nos esperaba en la mesa. Pan y dulces caseros, budín salido de la cocina económica, jugo natural de naranja y un rico café preparado -por supuesto- en una antigua cafetera.
Antes de partir, la visita a la biblioteca de Elisabeth fue el mejor regalo. En una pequeña sala de techos altos descubrimos libros en inglés, francés, holandés y español, de los temas más variados. Ellos nos confirmaban la audacia de la holandesa. Más allá de los clásicos, particular atención merecieron aquellos sobre cultura oriental, filosofía yogui y budismo. Las estadías de Elisabeth en la India la ayudaron a explorar su sabiduría interior. Y esa afición por la lectura seguramente la animaron a escribir sus propias novelas, dos publicadas en holandés (“El pozo de la estancia” y “Cosechó los frutos”) y una en español (“El santo de los montes”).
En ese momento fue cuando Carmen también nos enseñó un libro de fotografías de José Ortiz Echagüe, el hermano de Antonio, quien utilizaba una técnica llamada Carbón Fresson. “La emulsión está hecha a base de una gelatina con pintura acuarela, que extendida sobre un papel neutro se sensibiliza unas horas antes de la impresión, sumergiéndose en una solución de bromato de potasio”, nos explicó Carmen. El resultado es simplemente majestuoso: imágenes que nos extasiaron, si es que eso era aún posible después de disfrutar tanta inmensidad, tanto arte, tantas historias seductoras de la estancia y tanta calidez humana.