Empanadas de Doña María
Los mejores momentos suceden cuando menos se esperan
En los rústicos caminos del noroeste argentino es costumbre atravesar minúsculos parajes detenidos en el tiempo, cada uno con su correspondiente capilla y su cementerio lleno de coloridas flores de papel. Muchas veces incluso éstos parecen más animados que el propio caserío.
Es el caso del paraje Cóndor. Rumbo a Iruya, al pie de la Cuesta del Cóndor, en el límite entre las provincias de Jujuy y Salta, son tres casitas de adobe con techo de chapa, asegurado contra el viento por las piedras que abundan en todo aquel paisaje.
En la curva del kilómetro 36 de la Ruta Provincial 13 nos apareció María Ramos a toparse con el viajero para ofrecer sus empanadas. Sostenía un recipiente de plástico con grietas al que le había adherido un cartel manuscrito ofreciéndolas. Fue tal el desconcierto por el encuentro en ese lugar tan inhóspito y solitario que nos obligamos a parar.
La compra fue un acto solidario, pero no habían pasado cien metros que tras sentir el aroma de ese pastelito, frito en vaya a saber uno qué grasa y rápidamente ubicado bajo la caja de cambios, decidimos probarlo. ¡Qué manjar! Fue así que, sin posibilidad de doblar en U por el angosto camino de altura, pusimos marcha atrás de vuelta hasta el ranchito de María para comprar una ración adicional, en la certeza de que esos deleites autóctonos eran el hallazgo que harían el día de largo viaje. Sus empanadas eran el perfecto equilibrio de una mano maestra con el sabor genuino de la tierra profunda: la masa envolviendo delicadamente la carne cortada a cuchillo más cebolla, papa, pimentón y comino.
Entonces fue cuando nos contó que las preparaba ella, que subsistía cosechando habas, arvejas y zanahorias y criando cabritos. En eso, apareció Ámbar, la niña de la casa para completar la inverosímil escena.
¡Nunca olvidaremos la conmoción del sabor de lo casero y sencillo!