Cataratas del Iguazú
Vivir el parque desde adentro
Hay destinos que merecen romper el chanchito.
Para nosotros, ese fue el caso de las Cataratas del Iguazú, casi como honrando el significado en guaraní de su nombre, aguas grandes. Decidimos alojarnos en el hotel Gran Meliá, el único dentro del Parque Nacional Iguazú, con una soñada vista a una de las siete maravillas naturales del mundo.
Auténtico cinco estrellas en términos de servicios, decoración y gastronomía, no alcanzaría una constelación para definir la zona donde está localizado. Realmente insuperable, algo de lo que pocos hoteles en el mundo pueden jactarse.
Es que desde el balcón de la habitación se ve y, mejor aún, se escucha el bramido de la Garganta del Diablo, el salto más famoso.
Con nuestra extraordinaria cuota de suerte, la estadía coincidió con las noches de luna llena, por lo que no dudamos en hacer el paseo nocturno y llevarnos la primera impresión de su inmensidad bajo la plateada luz, que definía los perfiles de la selva en la inmensa penumbra.
El Río Iguazú se muestra nítido con sus destellos blancos, y es estremecedora la intensidad del sonido de ese millón y medio de litros que por segundo se desploman en los saltos. Además, caminar por las pasarelas escuchando la sinfonía nocturna de la naturaleza es ya de por sí un espectáculo impagable.
Al amanecer de esa primera noche una bruma espesa cubría el horizonte, pero para cuando el sol se aprestaba a salir, las imponentes cataratas ya se habían adueñado de la escena.
Después del opíparo desayuno con jugos naturales, café espresso, alta panadería, variedad de quesos y jamones y, por supuesto, chipa y m’beju del litoral acompañados de omelette, fue el turno de La Gran Aventura. Es la vertiginosa excursión en lancha que permite experimentar en el propio cuerpo la caída de las aguas: una auténtica ducha de río. Tiene lugar bajo los saltos Tres Mosqueteros y San Martín. Primero la embarcación empieza a cruzar los rápidos a toda velocidad, para luego acercarse a los saltos mencionados hasta enfrentarlos. La adrenalina hierve en las venas en ese minuto de espera. De repente la lancha acelera y enfila directo rumbo al torrente. Para nosotros no solo fue divertido el momento en el que la lancha se adentró, literalmente, en la formidable tromba. También lo fue el viaje de regreso, ya empapados, en el que los operadores turísticos, seguidos luego por varios aventureros recordaron a las lanchas del lado brasileño el aún fresco triunfo de Argentina en la Copa América 2021. Poco pudieron hacer nuestros vecinos ante las chanzas: el río Iguazú es la frontera natural entre ambos países.
El buen clima de ese lunes nos hizo pasar el resto del día en la pileta infinita del hotel, disfrutando de la tremenda vista. Solo interrumpimos el plan por una obligada visita al spa, con sauna seco y húmedo y una piscina climatizada con circuito de hidroterapia.
Ya a la hora del atardecer, el rooftop Alter fue la opción ineludible. La carta de tragos es responsabilidad de la reconocida bartender Inés de los Santos. En nuestro caso optamos por un Spritz a base de ananá y vino dulce, disfrutado mientras la luna llena de un rojo irreal se elevaba tras la selva.
Para la cena, si bien el restaurante ofrecía una carta acorde al resto de los servicios, consideramos priorizar la vista única desde nuestro balcón, sumada a la música del estruendo del agua. Una pizza margarita y una cheese burger, con una cerveza bien fresca la primera noche y un pinot noir la segunda. No somos de pedir room service pero la ocasión en el Gran Meliá, más que ameritarlo lo exige.
A la tercera mañana era inevitable ya recorrer las cataratas desde adentro, por lo que tomamos el tour por el circuito superior. Como el clima y la humedad estaban tímidos, salió el continuado de la visita a la Garganta del Diablo tras un corto recorrido en el tren del parque.
La pandemia obligó a organizar las visitas acompañados de un guía y en grupos definidos, pero cabe aclarar que las burbujas son sólo imaginarias, especialmente en las estaciones del tren y en sus vagones. El turista promedio es caótico, atolondrado y muchas veces descortés, sin protocolo que valga.
La Garganta del Diablo es impresionante. El gran salto de agua sorprende por su fuerza, inmensidad y por el estruendo que produce. Verdaderamente impactante, no hay palabras que puedan narrar ese momento.
Del otro lado, la selva brasileña cubre la roca basáltica creando un muro verde entremedio del blanco del agua revuelta.
Antes de emprender el regreso, en la estación del tren, los coatíes ávidos de comida -por esa adicción a los alimentos que los turistas le comparten- se acercan amistosamente y logran toda la atención.
Otro encanto del Parque Nacional Iguazú es la cantidad y diversidad de mariposas que allí habitan. Sobrevuelan acompañando al visitante en cada circuito o recorrido. Por supuesto también hay aves y monos, pero no tan a la vista como las mariposas. Aunque si vimos un pájaro carpintero en su nido de camino a la excursión náutica. Algunos afortunados, cada tanto, logran descubrir en la selva a alguno de los doscientos yaguaretés que la pueblan.
La última jornada, habiendo disfrutado ya de la selva paranaense y de los saltos de las aguas grandes al alcance de la mano, nos fuimos a la ciudad de Puerto Iguazú a experimentar su oferta gastronómica.
Optamos por alojarnos en una casa boutique súper recomendable, muy cerca del centro. Se trata de Rincón Escondido. Cuenta con siete habitaciones, cada una ambientada individualmente. Pablo, su anfitrión, nos recibió y agasajó ubicándonos en la suite Yerba Mate, en la que obviamente predominaba el color verde y destacaban los muebles antiguos.
En la tarde visitamos el parque la Aripuca. Confieso que esperaba más. Lo único medianamente interesante son los enormes troncos antiguos. El guía hizo chistes sin sentido, su única explicación fue la referida al nombre del parque, que en guaraní significa trampa que no daña, y que es replicada en el corazón del predio a gran escala. Las artesanías no son lindas e incluso se ofrecen a la venta productos de otras regiones, como aguayos típicos del norte argentino o -¡en el medio de la selva!- pieles de corderito patagónico. Incomprensible.
Teníamos aún cierta expectativa pues el kiosco ofrecía helados de la característica rosella y de yerba mate. Con la esperanza de que podían salvar el ticket de la entrada compramos dos cucuruchos… más ello no sucedió. La Aripuca es un paseo sin pena ni gloria. Para rematar, aunque nos habían sugerido que los precios allí eran muy convenientes, compramos un dulce de yacaratiá, la madera comestible típica de la región. No pasaron ni veinticuatro horas que en Garuhapé, ya de camino a Posadas, nos encontramos con una feria de venta de artículos regionales donde nos hicimos del mismo dulce a mitad de precio.
De los tres restaurantes agendados de Puerto Iguazú, Toscana, La Rueda y Aqva, optamos por este último, el que honra la buena crítica que recibe en todo portal de viajes. Llegamos temprano, no eran ni las ocho y con mucha fortuna pudimos hacernos de la única mesa disponible del lugar para esa noche de martes. Si bien se encontraba vacío, no pasaron quince minutos que las mesas reservadas empezaron a ocuparse, y los confiados turistas que abrían la puerta dispuestos a cenar se daban con la noticia de que no podrían quedarse en ese selecto comedor.
La escena confirmaba que el banquete que nos aprestábamos a disfrutar iba a ser descollante. Para empezar unas tostaditas con crema de espinaca. De primer plato, una selección de auténtica cocina local: antipasto misionero, con sopa paraguaya, croquetas de surubí, mandioca frita al provenzal, palta y m’beju.
Los fuertes fueron ñoquis de mandioca con una suave crema de quesos y ravioles de surubí acompañados de tomatitos concassé. Esa noche no hubo ya -increíblemente- lugar para los dulces.
A la mañana siguiente, luego del desayuno de Rincón Escondido con frutas frescas y una extraordinaria panadería, nos aprestamos a retomar la ruta nacional 12, en la que nos detuvimos en las distintas comunidades guaraníes que ofrecen sus productos típicos al costado de la ruta. Sean las bromelias o las orquídeas de la selva o su hermoso trabajo en cestería de tacuara, @tripiticty_ honró su costumbre de comprar algo auténtico en cada puestito.
Una vez que llenamos la camioneta con cestos de toda forma y tamaño, continuamos viaje hasta la parada de Garuhapé en la que nos hicimos de dulces y miel de yateí, una abejita misionera que arma su panal en los troncos huecos. Habíamos podido ver uno de esos pequeños panales en la Posada Puerto Bemberg.
El stop solidario fue la mejor despedida de un recorrido memorable, lleno de experiencias sensoriales y, sobre todo, de relax.