Andalucía es vivo sabor

Animarse a probar y compartir sin prejuicios...

En el sur de España todo te puede maravillar: su arquitectura andalusí (hispanoárabe), su aroma a flor de azahar, el luminoso cielo de sus playas, las obras de sus célebres nativos Velázquez y Murillo, sus estrechas callecitas de floridos balcones o su cante y baile flamenco, por nombrar solo algunas.

En mi caso, gracias a mis amigos sevillanos, descubrí en Andalucía el sabor de unos manjares que nunca pensé animarme a probar.

Tuve la fortuna de visitarlos en dos oportunidades, ambas por igual de cautivantes.

En el año 2000, cuando mi inmadurez aún me hacía responder un “no, gracias” a la invitación a un jamón ibérico, Juan Luis (padre) enojado, aunque manteniendo su cordialidad, me dio la orden de probarlo ya que iba a comer un jamón de cerdo alimentado exclusivamente con bellotas de su campo serrano. La lámina era fina, casi traslúcida, su textura suave y su sabor simplemente delicioso. Su sonrisa ante mi aceptación evidenciaba el orgullo que le generaba la cría de esos animales en sus tierras llenas de alcornoques. “Es que tú recién hoy has probado un verdadero jamón” exclamó.

¡Qué decir de la noche de tapas en el barrio de Santa Cruz!

Unos bocadillos en un bar, un chupito en otro, sin muchas veces saber ni animarme ya a preguntar qué eran exactamente.

Así pasaron las horas hasta que cerca de la medianoche se apuraron en recorrer las callecitas para llegar a tiempo al bar -si mi memoria no me traiciona- El Tamboril. Pues bien, el carácter de convidada no permitía mucho cuestionamiento por lo que seguí sus instrucciones hasta de dónde sentarme en ese estrecho lugar. A las doce en punto salió un cantaor quien, al son de su guitarra, empezó a cantar un Salve a la Virgen.

La pasión con la que la música nacía de su voz ronca y de las cuerdas dolidas me estremeció y la emoción la recuerdo hasta hoy.

Luego siguió un poco de flamenco y la jarana me llevó incluso a imitar unos pasos de tan sensual baile. La alegría, me animo a decir, era compartida tanto por los anfitriones como por la invitada.

Casi diez años después de esos mágicos días, regresé a Sevilla a visitar a mis tan queridos amigos, sin imaginarme todas las nuevas experiencias que me iban a regalar y sus sabios consejos.

Recuerdo tanto el dulce sabor de las tortas de aceite de Inés Rosales, como su historia relatada por mis hosts. Inés las empezó vendiendo en la calle y terminó forjando una enorme empresa. ¡Qué delicias!

En la noche, a unos pasos de aquel apartamento con tremenda vista al Guadalquivir, nos esperaba El Candil en el barrio Los Remedios. Que confusión me dio Google Maps al indicarme que está ubicado en Avenida Adolfo Suárez 14... En mi frágil memoria la vía de los González Marcos (mis amigos) había sido siempre la avenida Carrero Blanco... Es que resulta que la globalización es tal que no solo compartimos el virus de la pandemia, sino que tenemos los mismos hábitos de cambiarles el nombre a las calles, en esas latitudes en razón o “gracias” -como definió el diario ABC de Sevilla- a la Ley de Memoria Histórica.

En fin… efectivamente, alta gastronomía andaluza iba a ser la estrella de esa noche, marinada con apasionantes historias de mi gran amigo, personaje encantador. Su impronta era gentil y su calidez única.

Él dio unas indicaciones y una seguidilla de platos desfilaron por nuestra mesa.

Yo sentí que su afán esa noche era enseñarme tanto a disfrutar de esos sabores como de la vida misma en sí. Me habló sobre el trabajo, sobre el don y sobre el miedo y sobre la importancia de afrontarlos con valentía. Graciela, por su parte, me acompañaba reflexionando sobre la libertad en ciudades chicas como la Salta suya y mía. “Más vale que te tengan envidia a que te tengan pena” fue su máxima, pues, como dijo, “la gente siempre anda buscando tu pesar”.

Ese día comí boquerones (los crujientes pescaditos fritos), revuelto de bacalao, sesitos de cordero fritos y berenjena cameralizada con miel de caña. Todos alimentos que -en teoría- no eran de mi agrado. ¡Qué ironía!

Cuando creí que esa fiesta al paladar terminaba, vino el maître con un plato de cola de rabo, disponiéndose a separar la carne del hueso con solo una cuchara para invitarnos a compartirla. Mis prejuicios esta vez ni osaron aparecer. ¡Qué ambrosia!

Al otro día visitamos el Parque de María Luisa; el pequeño castillete bautizado el Costurero de la Reina; la impresionante Catedral con su Giralda. Después una vuelta en auto por la costanera, pasando por la Torre del Oro, por los pabellones de la Expo Iberoamericana de 1929, por la Plaza de Toros de la Real Maestranza e, incluso, cruzamos el Puente del Alamillo diseñado por Santiago Calatrava, un primo hermano del de Puerto Madero en Buenos Aires.

Ese recorrido creo que fue orquestado por Juan Luis para que lleguemos con apetito al restaurante asador.

Manolo, el mozo, ni bien nos ubicamos nos trajo jamón ibérico de mi anfitrión. ¡Qué orgullo para él y para mí! A continuación viví la curiosa experiencia de terminar de cocinar la tierna carne en un plato de cerámica caliente puesto en la mesa. Para rematarlo, me indicaron que debía sazonar con una rarísima sal, la que años después una amiga sibarita me recomendó: la sal de Maldón. Se trata de cristales extraídos gracias a un particular fenómeno que se produce en el condado de Essex, en Inglaterra.

Aquella lluvia de escamas saladas no solo sazonó el filete sino que lo embelleció cual despliegue de estrellas en su universo.

El banquete terminó con tocino del cielo, una especie de flan un tanto más compacto, y un sorbete de mandarina… ¡Qué difícil me resulta describir esos singulares sabores!

El paseo por los pueblos de las sierras de Huelva tuvo su magia propia. Al llegar a su campo, Juan Luis, orgulloso, me enseñó sus cerdos, esforzándose por transmitir su pasión por ellos y por la vida.

Luego, en Castaño del Robledo, su pueblo natal de un inmaculado blanco generalizado, compartimos su casa de la niñez y la charcutería donde curaba y conservaba sus jamones, mientras continuaba instruyéndome desinteresadamente. Nos despedimos con otra cena inolvidable. Revuelto de setas, tortilla de papas, gazpacho y croquetas. Antes de partir cerramos con un chupito de vodka caramelizado.

Celebro la gastronomía andaluza, que significó mi madurez culinaria, y más celebro mi amistad con los sevillanos, quienes contribuyeron a mi desarrollo personal en esos años de cambios.

¡Salud y a tu memoria, mi inmortal amigo Juan Luis!