Amanecer naranja bajo el vuelo de un cóndor

Veintiocho zigzags tiene el camino de cornisa a Iruya, por supuesto de tierra y a gran altura

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Se siente como una hazaña llegar al pie del pueblo incrustado en la montaña, que si bien se encuentra a casi 2.800 metros sobre el nivel del mar, primero requiere atravesar la salvaje y majestuosa Abra del Cóndor a una altitud de 4.100 metros. Se sitúa en la Provincia de Salta, pero la única manera de arribar es por la Ruta Nacional 9 desde el norte de Humahuaca, en la Provincia de Jujuy, siguiendo el cartelito que preside la bifurcación. 

Y quizás allí radique su encanto, en su lejanía e intensa dificultad de acceso.

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Una vez en su plazoleta, frente a la Iglesia de Nuestra Señora del Rosario y San Roque, aún restan 300 metros de subida por la angosta calle empedrada -que se siente de una verticalidad extrema- hasta llegar al Hotel Iruya, el que ofrece las mejores vistas.

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La visita al pueblo se hace a pie; recorrer sus callejuelas hondonadas, subir al Mirador de la Cruz o cruzar el puente colgante para -una vez del otro lado del río Iruya- conseguir la foto característica. Asombra encontrar en las paredes de adobe antiguo arte callejero de mucho encanto.

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La iglesia por supuesto es su epicentro. 

De regreso al hotel, aguarda una memorable puesta del sol en la terraza, aunque el amanecer es aún más sublime. La lentitud con la que el cielo –preso entre las escarpadas montañas- cambia de tonos es una ceremonia en sí misma, una panorámica inmortal, máxime cuando los cóndores deciden hacer un sobrevuelo de gracia. Detrás se encuentra el cementerio, con los floridos sepulcros escalando la ladera.

El enclave de Iruya en medio de altas montañas, rodeado por los ríos Colanzulí y Milmahuasi, lo convierte en un destino misterioso, en especial si se toma en cuenta que existe desde 1753.  

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Ya de regreso, cuando se inician los 21 kilómetros de recorrido rumbo al Abra del Cóndor -trayecto que implica una subida de más de 1.200 metros de altura- y las quebradas van pasando, el espíritu se exalta no solo por la bravura del paisaje y la dificultad del camino, sino porque el regreso a la gran ciudad conlleva la incertidumbre de saber si ese encantador pueblito dará en otro momento una nueva bienvenida, abriendo paso a una sensación de nostalgia y, al mismo tiempo, satisfacción por poder tildar en tu check list la visita a la infaltable Iruya.