Abra del Acay
A veces el destino es un camino singular
Las rutas del noroeste argentino se abren entre medio de altas montañas.
Un abra es el cruce de una cadena montañosa en su punto más alto. Por ello, son muchas las abras que en Salta ofrecen espectaculares vistas en altura; Abra del Cóndor, Abra Blanca, Abra de Muñano, por nombrar solo algunas.
Uno de las experiencias más exigentes es -sin dudas- el Abra del Acay. El camino conecta el pueblo de la Puna salteña San Antonio de los Cobres -conocido por su célebre Tren a las Nubes- con La Poma al norte de los Valles Calchaquíes.
En dirección norte a sur, se inicia apacible en la meseta de altura, en la que se encuentran tropillas de guanacos y llamas, algunas de unos pocos y, con suerte, una cuantiosa compuesta de muchos auquénidos.
Pero esa tranquilidad dura poco pues el soberbio ascenso se abre paso a los pocos kilómetros.
La subida en ese estrecho camino de ripio se siente intensa. Requiere concentración por cuanto los giros se van encogiendo y la cornisa conquista la escena. Se asciende hasta a 4950 metros sobre el nivel del mar. Al llegar al abra, el viento sopla con tanta fuerza que la pesada camioneta se aliviana y empieza a temblar, como un avión en trance. Para el que se atreva a bajar para la foto, pisar fuerte pues la sensación es que de un momento a otro el involuntario vuelo será del mismo visitante.
Quizás para relajar los nervios, casi como por obra de la sabia naturaleza, aparece un trío de desvergonzados zorros buscando algún convite a voluntad del viajero. Las ráfagas también los azotan, por lo que se aprecia el bello y espeso pelaje que los resguarda de las bajas temperaturas de esas alturas.
El hielo va surgiendo al costado del escueto carril como adicionando factores de riesgo. La escarcha blanca no solo allí se acumula sino que por momentos aparece adherida a las rajadas paredes de las montañas. Y qué decir de los ríos congelados que se deben franquear en el descenso, el que se insinúa al principio como de menor riesgo… sin embargo, es aún más implacable que el ascenso.
Los zigzags parecen inacabables, la altura no se quiere despedir. Mirar la brújula del smartphone no favorece el ánimo pues el ritmo con el que disminuyen los metros sobre el nivel del mar es lento y poco benigno.
El implacable camino -el tercero más alto del mundo entre rutas nacionales- es solo para intrépidos, para aventureros que no sufran vértigo; para los no tan valientes, la experiencia se siente como una gran hazaña, un orgullo el haber vivido, aun con el miedo que se apoderó durante todo el camino, pero con la gloriosa sensación de haberse animado.